Poesía en acción
  NARRATIVAS para NIÑOS
 

 Por consultas: mail guibertu@hotmail.com

    
 
 
 
 
 
 
                    
 
 
 
 
                  SEÑORITA MAESTRA
 
 
 
 
AUTOR: GUILLERMO BERTULLO SANTILLÁN
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
                                                             PRÓLOGO                          
 
 
                                                
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
                                LA ESCUELA
 
 
                                     
 
La vi al final de la calle polvorienta. En una esquina. Es cierto que la calle seguía a lo que yo creía iba hacia el fin del mundo. Por allí se perdían los carros aguateros y algunos perros abandonados. Me llamaron la atención aquellos ventanales enormes con vidrios y celosías. El color de sus paredes blanquísimas. Mamimora -mi hermana- me llevaba apurada hacia el enorme portalón. Me recree mirando su techadumbre rojo y las cenefas verdes. Atrás había dejado los chircales del cementerio y la cancha intermedia. Era mi primer día de clase. Para peor mi honda certera había sido secuestrada por mi madre. Cada vecina que nos encontraba en el camino me chantaba un beso en el cachete. Y alegremente me decía: ¡Qué lindo estas Minguingo! -¡Minoca, corregía yo. Pues habíame propuesto modificar ese sobrenombre que el viejo Borges me adjudicara. Yo me sentía como un camino. Y el sobrenombre visto así era camino. El otro se me hacía como si fuera “negrito de los mandados”.
En el patio de la escuela me encontré con mis congéneres. Bocas sucias, patas de piolas, pelos pinchos, lagañosos, retobados, “marimachos” y algunos como el polaco: creidito. Era un revuelo de túnicas y corridas de maestros quitando pelotas de trapos y hondas. La escuela por dentro contaba de un patio techado circunvalado por los salones, los baños, el comedor y la dirección. En la parte exterior había un enorme patio sombreado por un Ibirapitá -decían el árbol de Artigas. Me extrañó ver los baños. Quizás fue lo primero que hurgué. Allí nomás pegados a un salón. El excusado de mi casa quedaba al fondo, allá entre los tártagos con una bolsa de arpillera que oficiaba de puerta.
Cuando sonó la campanilla se produjo el frenesí. Cada maestra leía la lista e iba ubicando a su clase en filas indias. Yo quedé tomado de la mano de Mamimora. ¡Ni loco me apartaba! Así quedamos unos cuantos girando: Loreta, el Polaco-bien perfumado-, el gordo Pepe, la negrita Chavela, Osvaldo, Luis, mi hermano Burúcua y algunos otros que no conocía en aquel momento como el Lobito. Un niño que llamaba la atención por su forma de mirar, su gorro de paisano y su honda colgada al cuello. Bueno, la directora ordenó el ingreso de los alumnos a los salones. Solo quedamos nosotros pateando piedritas…Alguien avisó: ¡llegó la maestra! Era nuestra maestra. La vimos bajar del ómnibus obrero. Mejor dicho vimos bajar una retahíla de bolsos y carpetas. Luego bajó su humanidad. Era una dama regordeta con gran empaque. Vestía una túnica blanca con bolsillos adornados con puntillas. Como pudo llevó sus bolsos al primer salón. La directora la miraba desde su oficina. Ella parecía abstraída de todo aquello, solo le interesaba llevar sus pertenencias al salón. Era ágil y fuerte. La ví con su sonrisa franca llena de dientes blancos y con su cabello ensortijado. Un prendedor bonafide en la cabeza y aquellos ojos negros. Ojos enmarcados en pestañas renegridas y duras. Llevaba puesto unos borceguíes y unos zoquetes anaranjados. Así era mi maestra.
 
La cuestión que todos unos pocos pasmados fuimos conducidos en tropel al salón-aula. ¿O era salón –jaula? Pues en las ventanas se veía rejas y más rejas. La negrita Chavela corrió a acomodarle el florero en el pupitre. Alguien había cortado margaritas y flores de macachines en el campo. También había algunas fresias salvajes. Luis y Loreta comenzaron a darse unos mamporros por el lugar que ocuparían. La maestra se impuso hablando pausadamente…Parecía susurrar. ¡Nenes…nenes! – ¡nos decía nenes! Nosotros acostumbrados al gurí, al negro, al pavote como nos decían los mayores, nos sorprendió. Quedamos mirando, curioseando… Además queríamos ver que sacaba de los bolsones. Pues aparte de libros se entreveían otros enseres. Éramos sobrevivientes, del tren de ganado cuando llegaba al aeroclub. Donde la cosa se ponía brava. Pues había que discutir con el sulfatador para tratar de tajear algún charque. El ganado llegaba al desembarcadero (venía cansado en tren). Si la res se levantaba la tropeaban hasta el frigorífico por el camino de tropa. Si se quedaba caída allí misma era desollada. El cuero iba para la curtiembre el resto de la carne se sulfataba para que no fuera usada. Para ello había empleados y guardias civiles que cuidaban. Pero siempre estaban los que discutían, los perros y nosotros con los verijeros prontos. Llenábamos bolsas de arpillera con bifes y desaparecíamos en los chircales del aeroclub. En cada casa obrera había un cajón que oficiaba de heladera. Allí se salaba la carne y se prensaba para sacarle sus fluidos. Luego se oreaba y se hacía el charque.
 
 
                                 LA MAESTRA
 
Como dije apareció así nomás en mi vida…Con todo su corpachón y su donaire. Como que no le importara en nada que le criticaran. Ella era: ¡La Maestra! Y así se hacía sentir. Parecía que se creaban ondas a su lado cuando ella pasaba. Como cuando uno tira una piedra al estanque de don Riquel. Eran ondas casi invisibles impregnadas en perfume de lavandas.
 Allí quedamos…Mamimora se iba…la vi por la ventana tomar por la Avenida Rivera. Aquel niño (el Lobito) tiró un hondazo que destrozó el vidrio de la ventana. Y fue un “corranlón y agarrenlón”. En la marabunda me escapé por la ventana y me olvidé de cuadernos y lápices.
 A lo lejos divisé a mi hermana por la avenida de toscas. Iba pisando la vía del ferrocarril que atraviesa la ciudad. Yo le temía a todo. Tenía terror que apareciera la locomotora, pero detrás de mí venían mi perro Cleanto, la negrita Chavela chorreando sudor, Osvaldo y Luis. Cuando ingresamos a los chircales de atrás del cementerio parecíamos la banda de Bonny and Clay. Sentíamos la presencia de miles de policías persiguiéndonos. Sirenas, bocinazos, hasta disparos de armas  en nuestras mentes. Quedamos así un rato absortos escuchando nuestros sollozos y el tan-tan de nuestros corazones. Hasta que Luis vio la bandada de alguaciles y gritó: -    ¡A la carga!- Salimos tras de aquellos helicópteros azules que iban de rama en rama. Cleanto hacía fiesta y ladraba. Nosotros bajábamos la cuesta por el basurero del cementerio y el portalón del cementerio inglés. Corríamos por las cunetas tirándoles manotazos a los insectos, que con cabriolas nos esquivaban. Tenían dos par de alas y un cuerpecillo fino pero se manejaban tan ágilmente que era imposible derribarlos. A veces solíamos atrapar alguno y lo dejábamos en el hueco de nuestras manos. Así todos venían a curiosearlo. Ver sus enormes ojos, sus alas transparentes. Loreta quería copiarlas e incluso llegó a realizar alguna cometa con sus formas…
Pero nosotros nos habíamos olvidado de nuestras madres… ¡Allí estaban con sus varas en las manos! Mi mamita, Doña Ñata, Doña Tomasa, Doña Blanca, Doña Luisa…Sé que mi perro desapareció entre los tártagos del fondo.
 A mí me tomaron del brazo y fue un “mamitapaquetequiero”….Lo vi a Luis que lo llevaban detenido, procesado, acusado, prisionero… En eso por la calle América apareció corriendo en bicicleta, una de aquellas salidas de la segunda guerra mundial, sudando a mares con los cabellos ondeando al viento. Empapando el lugar con olor a lavandas y creando olas en el aire… ¡La Maestra!
Nuestra abogada, defensora de pleitos perdidos. Una Santa Teresita para mí. Pues conversó con nuestras madres, explicándole que todo fue fruto de un mal entendido. De un vidrio roto por accidente que desencadenó la estampida. Que es común esto en los comienzos de clase. Que la escuela debe ser el segundo hogar y ella como segunda madre no podía permitir que aquellos inocentes fueran castigados. Pues razonarían en clase, para así tomar conciencia de valores y cooperativismo. ¡Pa qué discurso! ¿Nosotros éramos los inocentes? Mi vieja terminó arreglándome la túnica y lavándome un poco en el grifo. Así regresamos caminando de nuevo a la escuela. A  Loreta le llevaba de tiro la bicicleta negra. Y mientras caminábamos tomados de la mano. La maestra comenzó a tararear una canción. “Estaba la Catalina en la costa una vez….” Qué linda canción pensé. Que habla de esperas y renuncias.
 En la lomada se erguía la escuela con sus tejados rojos y sus cenefas. Las paredes blancas y el grifo en la esquina. Miré de cotelete a la dueña de esa mano regordeta que me llevaba. La vi hermosa a…Mi Señorita Maestra.
 
                                EL GRIFO
 
Había un sitio de reunión mientras esperábamos el ingreso a la escuela. Un lugar mezcla de barranquita, “bufadal”, arena de toros o cañada. Era el Grifo complaciente de la esquina de la escuela. Allí calmábamos nuestra sed, nuestras ansias y de paso nos embadurnábamos un poco. A veces también nos adecentamos. Era un tipo de canilla grande y de hierro. De las familias de las de las canillas pero más linda. Yo pensé alguna vez que este grifo era el hermano mayor de todas. Si lo humanizara sería algo así. Pues tenía dibujos y rejillas. Largaba un chorro enorme, sustancioso y fecundo. No era como la canillita llorona de mi casa, con aquel goteo constante y tímido. A Pepe se le había ocurrido que alguien lo manejaba a distancia. Que cuando se acercaba algún niño le surtía de agua clara, límpida y fresca. A Osvaldo se le había ocurrido una idea fantástica. Que aquel grifo era un regalo de los extraterrestres que en esos momentos habían empezado a aparecer por todos lados. Decía que una noche podían haber venido en unos de sus platillos voladores y habíanlo dejado allí. Como un regalo de otra galaxia. Para el Lobito-el gurí retobado- era solo un grifo. Un pedazo de hierro por donde corría agua del río. Eso sí, no podía explicar por qué era más limpia que el agua de la playa Ubicis. Y todos la analizábamos…Blanquita defendía entusiasmada su posición: era un artefacto creación del hombre, que poseía un sistema hidráulico que utilizaba la fuerza de propulsión del agua. Claro el padre de ella trabajaba de maquinista en la fábrica del Anglo. Sabía de poleas y trasmisiones un montón. Cuando fabricábamos los carri-coches para las carreras a pie o las carrozas del carnaval, él y el tío de Blanquita eran los constructores. Pero la idea más pragmática era la de mi hermano Alcides alias burúcua o cocusita de acuerdo a quien lo conociera. Para él solo era un pedazo de “fierro” sobrante del ferrocarril con un agujero en el medio. Que el agua estaría amontonada en alguna cuesta arriba y la volcaban con un embudo gigante. Como era petizo y calentón no había nadie que lo contradijera. Y los demás de la barra se guardaban sus opiniones. Mi perro Cleanto mientras tanto sacaba su lengua roja y lamía el charco de agua transparente, ajeno a toda disputa.
Fue en la clase cuando Blanquita presentó el tema que se dilucidó por parte de la señorita Maestra. Ella tenía toda la coquetería de esa niña que se sabe observada. Tenía la túnica blanquísima, almidonada. El moño azul bien planchado. Y su cabello rubio caía blandamente sobre sus hombros. Cuando pasaba a nuestro lado dejaba un rico aroma a pan caliente… Cuando la maestra asintió con un movimiento de cabeza, ella le comentó:- ¿Señorita maestra podría usted explicarnos la presencia del grifo de la esquina? En un principio la docente se vio sorprendida por la pregunta. Pero meditó un momento, se rascó una rodilla como si tuviera comezón. Y entonces comenzó a razonar con nosotros. “Esa Canilla es el Terminal de un esfuerzo mancomunado  de un montón de personas y de una institución…”- continuó diciendo-“OSE, se llama, que es la sigla que identifica a las Obras Sanitarias del Estado. Esta Institución mediante una Usina transporta el agua bruta del río y luego la trata para que sea potable. Que sea buena para el consumo humano. Desde esta planta de tratamiento se lleva al enorme Tanque que ustedes ven en el centro de la ciudad y de allí mediante un sistema de conductos a las casas y a los distintos grifos que hay en las esquinas de Fray Bentos”. En ese momento empezaron los codazos y patadas por debajo de las bancas. Cada uno echándose en cara sus culpas. Para tranquilizar los ánimos la Señorita Maestra tuvo que hablarnos. Pero hablaba muy bajito. Cuanto más gritábamos más bajito hablaba. Era un susurro. Una llovizna dulce en el tejado. La miré. Ella nos miraba uno por uno. No levantaba la voz. Y comenzó un relato. Como si no sintiera el ruido. Entonces poco a poco comenzamos a callarnos y a mirarla, a rodearla lentamente…
 
 
“Pepe es un guardián de la Aldea .Con su panza oronda y su traje colorinche se pasea. Ni bien amanece, recorre los prados en busca de meriendas y perfumes. Los aromas más exquisitos y los néctares más dulces serán los alimentos de los niños payasos.
 Por eso Pepe en el viejo carromato tirado por Yatay su ñandú, junto con una banda de pájaros van juntando los alimentos. Comadrejas, Manopeladas, Hurones y Liebres van olfateando el aire.
El payaso Pepe va abriendo su ñata a los aromas. Del carretón cuelga un cartel que dice: LOS NIÑOS DEBEN TENER LA PANZA LLENA Y OLER BIEN.
- ¡Ey! ¡Aquí hay un camoatí!
- ¡Y aquí una lechiguana!
-¡Permiso señora avispa precisamos un poquito de miel!
- ¡Comonó Don Pepe, tómelo con cuidado para que no se chorreen los panales! 
Las avispas y abejas de los colmenares comprenden la labor del Guardián de la Aldea y ceden un poco de su producción. También en los cestos del carromato de Yatay se amontonan las frutas. Lleva mburucuyá, ubajay, moras, frutas de tala y coronilla...¡ Pero cuidado con Yatay ! Los Hurones le van rezongando por glotona y que muchas veces se atraganta con las semillas.
 En algunos potes colocan los néctares recogidos por ágiles Picaflores y Colibríes. Las flores de Ceibo, de Patitos y Claveles se abren ante el pedido meloso de Pepe. Con mantas especiales hechas con plumas y felpas recogen el polen, lo untan y luego lo sacuden en los enormes potes del carretón. Así vuelve Pepe el Payaso de la Aldea. El carretón tirado por Yatay trae consigo zumbidos, silbos y gritos. El aroma de los manjares, de flores y rocío se mete por la cocina de la escuela y las aulas, trepa por las casitas blancas e impregna las túnicas y piel de los niños amodorrados aún. Solamente se sienten los ronquidos de los payasitos y el susurro de los abejorros mientras van pintando cachetes y manitas. Luego de cumplida la misión de Pepe y Yatay vuelven a la cabaña a descansar, los pájaros y bichos se desparraman por la pradera.
Un día ante de comenzar a caer los copos de colores que pintan los jardines e invitan a cantar y a trinar en el valle...Pepe intentaba levantar a Yatay a fin de cumplir su misión. Aquella golosa Yatay no podía ni siquiera levantar su cuello de la cama .No hay caso está enferma, de tanto comer. La alacena es todo desorden.¡El depósito de alimento está vacío! ¡Muchas frutas y legumbres han desaparecido en el estómago del ñandú!
- ¡Se ha comido hasta los dibujos de fruta de los libros!
- ¡Se ha comido hasta el empapelado con flores caramelos de la pared de la cabaña!
- ¡Falta también el arreglo floral de yeso de la mesa!
Todos los ojos coinciden en la abultada panza de Yatay. Es un murmullo de animales preocupados. Ella con vergüenza esconde la cabeza debajo del ala. Pero el ataque de hipo y el dolor de la panza hace que busque a Pepe como su salvador.
Corriendo, casi en andas trae a Doña Comadreja. En este momento que todo el mundo está preocupado, que el tiempo apura pues hay que traer las meriendas y el perfume para los niños; ella está muy pancha. Trae el bastón retorcido, los lentes viejos y el delantal rosado. Acomoda los lentes remendados, se pasea en torno de la enferma y golpea el bastón sistemáticamente. Pide un mate caliente que Pepe rápidamente prepara. Hurga en su bolsón-botica. Luego introduce en la infusión unas florcillas de marcela, unas hojitas verdes de arazá, machaca un poco de cola de caballo y revuelve con la bombilla lentamente. Sopla aquél té caliente y le ofrece a la compungida enferma. “La compungida enferma”, comelotodo, sorbe el mate hasta la última gotita, haciendo gestos de nunca más. Promesas que nunca cumple por supuesto y que Doña Comadreja está acostumbrada a escuchar. La Doctora enfoca su atención en las cenizas que revuelve con el bastón. Los ojos del bicherío recorren el enorme cuello de Yatay y el pico goloso. Por un momento nadie respira. El ñandú se incorpora lentamente, los amigos Hurones y Carpinchos están prestos a sostenerlo si se cae. Primero es un hipo, otro y otro. Yatay -el ñandú comilón- golpea ruidosamente el pico y mueve los alones gambeteando a sus amigos. El payaso Pepe vuelve entonces a sonreír. Besa a Doña Comadreja y con los amigos salen corriendo hacia el carromato para cumplir la Ley de la Aldea. “Los niños deben tener la panza llena y oler bien”
Los copos de colores siguen cayendo, pintan los jardines y el río, las chozas y las caras. Las plantas y flores comprensivas ofrecen sus frutos y semillas a Pepe y sus amigos. 
Abejorros y pájaros acarrean presurosos el polen y néctar para los potes del carretón. Los niños se levantaran tal vez un poquito tarde pero no importa. Pepe y sus amigos antes de que suene el tilín de la campanilla ya se han colado por las casas blancas, la cocina, el aula de la escuela y el escritorio de la directora. Los niños vienen con los cachetes colorados, húmedos aún los ojos y el cabello pero huelen bien. 
 
Cuando terminó aquel relato nos sentimos mudos. Transportados  a aquel mundo de fantasía de esa lejana Aldea. Nuestro Pepe estaba “chocho”. Pues el personaje del cuento de la señorita maestra se le apodaba igual. No le gustó mucho que fuera un payaso pero….Lo importante es que era un ser responsable dentro de la comunidad aldeana. Además era extraordinaria la forma en que ella nos transportaba. Con su voz, con sus manos regordetas dibujando en el aire…
 
 
 
 
 
 
 
                               EL BARRIO
 
 
 
 
 El barrio de mi escuela 7 se llama Ejido Chacras. Muchas casitas de ladrillos anchos y ranchos de paredes de barro y chircas. Muchos montes de espinillos y baldíos para los picados. Desde la misma escuela se puede ver el río Uruguay. Su aire es limpio lleno de oxígeno. Cosa que, a Luis un día se le ocurrió que podía llenar de aire los envases de bolita de Hodgues-un refresco de la época- y así venderle aire puro a los gringos. Comentaba que Arizti en la radio había dicho que en las grandes ciudades era imposible vivir por el humo, de cigarros y de las fordchelas. Pero su peculiar idea murió ahí nomás. ¿Quién iba a creer que se podía ensuciar el aire? -¡Estaba loco Luis!- Cerca de la escuela se hallaba la cancha intermedia donde cada tanto se hacían campeonatos de liga. Allí se reunía mucha gente. Mi barra y yo aprovechábamos a vender bollos que hacía en el horno de leña la vieja Pancha- mi madre. Hacía el norte estaba el Almacén de Faccio. Un almacén de ramos generales. Que oficiaba también de lugar de ensayo de la Murga Los Angelotes. Vendían allí unos caramelotes bien dulces. A veces cuando escaseaba el azúcar se tomaba mate con esos caramelos. O también se endulzaba el mate cocido. En comercios también estaba el de don Curbelo que se hallaba sobre la avenida Rivera. Almacenes estos que proveían de comestibles tanto al vecino como a los chacreros. Nosotros abandonábamos un poco la escuela cuando se hacía “rejunte” de peones para lavar zanahoria en el arroyo Yaguareté. Comíamos zanahoria y ganábamos unos pesos. A Osvaldo un día lo miré atentamente, la codeé a “la Cota” mi hermana y le dije: -¡fíjate hermana que se le están creciendo los dientes!- Luis comenzó a reírse y Pepe le siguió. Como estábamos en horario del recreo no pasó nada. Pero Osvaldo se retobó. Lo peor era que le dijéramos por lo bajo: “comilón de zanagoria”. Cuando no pudo más le fue con el cuento a la Maestra. La Señorita Maestra lo escuchó con atención. Muchos de nosotros llevábamos de merienda alguna fruta, una zanahoria, o un medio para comprar la mitad de un pedazo de pan negro o pan de afrechillo. Ella lo sabía. No había nada que ella ignorara de nosotros. Sabía cuando estábamos felices o tristes, enojados, enfermos, entecos, con sarpullido, con piojos, enamorados, famélicos…en fin: ¡nos conocía!
Entonces comenzó a charlar sola. Como si fuera autista. Parecía que nosotros no estábamos en la clase. Con esa voz suavecita y dulce…
 
“En la aldea de los payasos los días transcurren con mucha música y colores.
Un arco iris cruza del río al valle por encima de las casitas blancas y los montes.
El haz de luz ilumina todo el rebaño.
Sobre el poblado parsimoniosamente caen copos musicales, y van dejando botones azules, carmesí, amarillos.... 
Alito es el payaso guardián.
El sereno de los colores. Al comenzar el día comienza su rutina. Con el carretón tirado por una gacela ágil volará por el valle, juntando en enormes potes los colores.
¡Cuando se levanten los niños los payasos deberán tener pronto los potes de colores para jugar con ellos!
El carretón multicolor recorre los montes y el río.
- ¡El azul, debo encontrar el azul...!- Se detiene, observa el color del cielo pero éste no llega a ser azul como el que quiere.
-¡Si, será el azul del cardenal azul!- corre y con sus dedos de payaso toca el plumaje de los cardenales y  los llena de azul intenso de luz azul.
- ¿Cuál de los potes es...? ¡Si éste es el azul, azul!
-¿Ahora me falta el amarillo.....? ¿Puede  ser el de la flor de patito?
¡No, esta vez será el del girasol
- ¡Y el rosado, puede ser del macachín, o el del sol cuando nace!
Se detiene súbitamente, mientras la gacela y los pájaros le miran.
¡No, será mejor el rosa de las garzas del tajamar, de las espátulas y los huevos de caracoles pegados en los juncos!
 
Así juntaba el verde, el turquesa, el marrón el naranja...
- ¡Hay que tarde es! Tengo que buscar la campanilla musical para despertar a los niños.
- ¡Amigos, amigos!- llamaba al monte.
Detiene el carretón en la colina y escucha; ¡TRUMBABARUMBARAPATANGA!
- ¡No, no a vos de trueno, ahora no te quiero!
 ¡TRUMBABARUMBARAPATANGA!.
- ¡Por favor hoy no te quiero lluvia!-
¡Bichofeo, bichofeo! -¡no a vos tampoco, sigue durmiendo pájaro feo!
 ¡Teru-teru, Teru-teru! -¡si, qué lindo terito!
Toma una caja de música del carretón y  raudamente atraviesa la pradera por el camino que va quedando multicolor. Los niños aún están dormidos.  -    - ¡Alito, Alito! ¡Llega Alito el guardián de los colores!- sonríen los niños que despiertan al paso del carretón y la campanilla musical.
Es que el coro de grillos y pájaros se mete por las casitas blancas, mientras terminan de caer los últimos copos coloridos que pintan los jardines.
Alito, el payaso, alegremente saca pronto los potes multicolores y comienza a pintar los rostros.
Con verdes, azules, rosas, lilas, naranjas y amarillos...
Así comienza el día de la aldea.
El payaso sereno termina escandalosamente dormido en el suelo.
Su rostro pintado se veía muy feliz.
Una noche que mantenía su guardia de sereno, luego de un día aciago, Alito se quedó dormido.
En la mañana, al despertar, vio que los pájaros no tenían colores, ni los árboles, ni las flores, era todo monótonamente blanco.
Corrió con su carretón y la gacela por todo el valle.
La aldea todavía dormía pero en pocos minutos despertaría y él sin juntar los colores.
¿Y la música? ¿Qué pasaba con la música?
Es que los pájaros, animales e insectos descoloridos no pueden cantar.
No pueden festejar la llegada del día.
Alito el guardián payaso se desesperaba había faltado a la primera ley de la aldea: hacer reír.
Corría la gacela y el carretón, de un lado a otro.
Revisaba las cajas musicales, pero éstas no tenían ni una gotita de música.
Miró los potes de colores y éstos apenas tenían pequeñas pintitas coloridas.
Entonces pensó: Con estas pintitas puedo ir hasta el arco iris y contagiar color con color.
Así fue, corrió al arco iris que atravesaba el valle por encima de la aldea y tirándole pintitas de colores pudo juntar color con color.
Contagió el arco iris que saturado se expandió por el valle despidiendo copos coloridos.
Y el valle, el monte y el río volvieron a tener color.
Entonces el carretón tirado por la Gacela, voló juntando potes de colores y todas las músicas de las aves e insectos en las cajas musicales.
-¡Hay que tarde es!
En la Aldea rápidamente abrió las cajas musicales liberando la campanilla.
Esta se metió adentro de las casitas blancas mientras caían copos de colores que pintaban los jardines.
Corrió entonces a pintar los niños payasos.
Cierto que algunos quedaron un poco chorreados, pasados de azules, colorados o rosas…
Pero que importa mientras suene la campanilla musical y tengamos la cara
Pintada”
 
Todos nos sentimos un poco payasos (de alguna manera lo éramos). Pero también no habría gustado ver bajar desde el cielo esos copos multicolores, lleno de luz y música. Es que el cielo era todo un misterio para nosotros. “En el cielo pasan aviones y alguaciles”- decía la negrita Chavela. “Pero el cielo tiene como mil kilómetros”- agregaba Luis. -¡Qué va! ¡Sólo es un par de leguas de alto!-agregó Pepe. “El cielo es aire y agua”-dijo Cocusita-“Por eso cuando vos mirás es azul-celeste y se confunde con el río. Después el río se ensancha como una cosa rara y se transforma en cielo”-¡Ajá! ¿Y qué me decís de las estrellas y la luna?- increpó Osvaldo. ¿Acaso son reflejos de boguitas, mojarras y patises? ¡Pavada de pescau es la luna!-esta salida nos hizo a reír a todos.
La Escuela tenía toda una sucesión de salones a lo largo de la Avenida Rivera haciendo codo con la esquina. Eso hacía que hubiera una zona de patio techado o patio interno. Al costado de ello estaban los baños y un pequeño aljibe. Luego de esto todo el patio grande donde realizábamos nuestros juegos. Un muro de ladrillo se extendía al costado de aquel patio y trepando a él podíamos divisar el resto de la población. Que estaba compuesto de algunos ranchitos y otras casas de materiales y un ombú gigante. Era el costado Este por donde veíamos a veces-cuando madrugábamos- aparecer el sol. Al norte y al otro extremo del predio y a varias cuadras de distancia teníamos la otra escuela. La Escuela al Aire Libre. Una escuela bonita con sus paredes blancas y sus techos también rojos. Su jardín parquizado y su quinta con verduras y frutales (algunas veces fuimos a visitarlos)-¡esto esperando que el jardinero no nos viera! Mientras nosotros jugábamos, las maestras se reunían a charlar. Una de ellas se encargaba de vender merienda. Como ya dije era el pan negro. La señorita Maestra siempre estaba conversando, era incansable. Me la imaginaba rodeada de gurises…todos iguales a ella. Gorditos y conversadores. Susurrando, sin elevar nunca la voz…Con una sonrisa franca siempre. Aunque el mundo se cayera. Aunque hubiera veda de carne, escasez de azúcar o de yerba. ¡Debe ser lindo enfrentar la vida así!
 
 
 
 
                                      EL CARRERO
 
 
 
 
Había un señor que todos los días pasaba cuesta a bajo con su carro. Era un carro simple de madera y herrajes de hierro. Con sus ruedas chirriantes por falta de grasa en el eje. Pero bonito, bien pintado de azul. Era un hombre enjuto de rostro apacible. Cuerpo vigoroso pese a ser ya anciano. Por debajo de su gorra de vasco asomaba una mata de canas blancas. Sus manos parecían raíces de coronillas aferrando las riendas que manejaba aquel caballo…siempre al paso. Solíamos saltar el muro y acompasar su tranco. Algunos arrancaban tréboles para darle de comer. Otros juntaban un poco de agua del grifo en sus gorros y le daban a beber al caballito. El viejo ni nos miraba, nos dejaba hacer. El Lobito le daba por conversarlo.- ¡Ey! ¡ caballito! ¿Pande vas? ¿Tenés jodidas la suelas?-era verdad iba como perdiendo las herraduras- Chavela y Cota pensaron en ponerle unos zapatos de los obreros. Esos enormes zuecos de cuero y suela de madera que usaban en el frío los obreros del Anglo. Yo pensaba que era más fácil envolverle las patas con bolsa de arpillera. Era fácil de conseguir y no detendríamos tanto el carro. El viejo carrero semi-dormitado ni se daría cuenta. Luis pensaba que podíamos cortar unos trozos de neumáticos. De esos sobrantes que tiran a la basura y que son de los autos. La cosa para él era fácil si se conseguía algún naife filoso que cortara la goma con alambre y todo. La cuestión era aquella preocupación nuestra por el “Chavelo”. Así le decíamos al caballo. Ya era parte nuestra. Lo veíamos en tecnicolor con aquellas manchas negras y marrones sobre su pelaje blanco. Su hocico extremadamente largo y resollador. Con sus mandíbulas siempre ocupadas en rumiar algo. Y aquellos ojos buenos…lagañosos pero buenos. A veces les revisábamos las orejas buscándoles ácaros. El cuando lo cargoseábamos mucho levantaba la cabeza como espantando moscas bravas y nos tiraba unos latigazos con su cola. Esa cola lustrosa de pelos como alambres. Entonces por la ventana del salón aparecía la cabeza de la Señorita Maestra y con su voz apacible nos instaba a que regresáramos a la Escuela. Aquel día llegamos corriendo y discutiendo. Todos aportaban ideas. Pues sabíamos que con el paso de los días los “pies” del caballo se lastimarían por las piedras de la calle. La maestra estaba como ausente en el pupitre. En un momento se irguió y comenzó a dibujar algo en el pizarrón. Cuando terminó su dibujo dijo: “Hete aquí Chavelo”-quedamos perplejos. ¡Aquello era burro! Alguien dijo que era un asno pura panza. Arrastraba las orejas contra el suelo. Se veía esmirriado. ¡No era nuestro Chavelo! Como podía ser nuestro caballito aquel animal cruza con puerco y perro. ¡Era increíble que la Maestra dibujara tan mal! Nuestro Chavelo tenía garbo. Un andar de sobrepaso. Denotaba su pedrigue Sus “pies” al golpetear el piso era como si multiplicara cascabeles en el aire. ¡Era un caballo pobre, pero de raza! Tenía el orgullo del animal salvaje. Que no renuncia a su libertad. Solo se presta para lleva a algún lado al pobre viejo. ¡La Maestra estaba ciega! Y se armó una cerrada discusión. Mi barra y yo contra la Maestra y sus siempre acólitos. Del lado de afuera y por la ventana aullaba el flaco Cleanto, mi perro. La vi dubitativa a la maestra… perpleja ante nuestra insistencia. Como que nosotros veíamos algo que ella no veía. Se paseaba buscando una solución a aquel dilema. Diana que era una de las niñas que confundían a Chavelo con burro se irguió. Levantaba la mano pidiendo hablar. Ella siempre pedía permiso a la Maestra era por demás formal. Pero como la Maestra estaba “ida” habló igual: -Ese esqueleto con patas que ustedes llaman cabayo…-¡Es pulguiento y lleno de moscas!- ¡Es verdad!-agregó Juan María, el tragalibros- Ese caballo es viejo y enfermo. ¡Y es marca caballo nomás!- El Lobito se enojó con aquellas expresiones sobre nuestro protegido. -¡Es un cabayo basterado si, pero de ley! ¡De raza tipo cuarto e’ milla!- lo que pasa es que no ha tenido buen compositor. ¡Si no sería un rey en los raids!
A todo esto la Maestra comenzó a decir algo en voz baja- como era su costumbre. Sobre el cristal con que se ven las cosas, la diversidad y no se que cosa más...Y lentamente comenzó a presentarnos a:
 
 
 
 
 
AGUSTIN – el niño filósofo
                  
 
 
“Por encima de la aldea se pasea un cuervo negro. Sus graznidos ensordecen y horrorizan a la gente. Sus palabras tan negras como sus ropas van dejando un pesimismo en los habitantes de la aldea.
-¡No son buenos para nada!
-¡Vean, vean, esos nidos de horneros con un solo ambiente son horribles!
-¡En este pueblo nadie hace nada bien! ¡Esos terus-terus andan todavía vestidos con antiguas levitas pasadas de moda! ¡Nada es moderno! -¡lo que se construye es efímero: un nido, una cueva, o una flor duran sólo mientras dura la primavera!
-¡Cuando mi abuelo era el Cuervo Mayor de la Aldea todo era distinto!
¡Eso si guay con no hacer lo que él decía!
Todos quedaron absortos escuchando al viejo cuervo que encaramado en un tronco seco graznaba.
En tiempo del reinado de mi abuelo cada bicho debía mostrar lo mejor que sabía hacer. Se hacían enormes exposiciones para elegir a los mejores, tejedores, constructores, ceramistas y bailarines. Todo era controlado por el Rey Cuervo que se paseaba con su corona de oro y piedras preciosas. Ese era mi abuelo. A los mejores expositores se le entregaba una cocarda de campeón y él y su familia era elevada a un rango superior. Todos debían respetarlo. Así se veían equipos de ratones tejedores compitiendo con equipos de boyeros, bandadas de tordos danzarines, compitiendo con grupos de golondrinas acrobáticas y cardúmenes de peces. Todos competían para lograr la cocarda del mejor.
Todo hubiera estado bien si no fuera por el famoso concurso en el cual perdió la corona mí abuelo. Fue al escuchar a los cantores en una final reñida. El jurado estaba atento. Los participantes, ranas, pájaros, sapos cururuses, chicharras y perros aulladores elevaban ruidosos cantos. Lo que creó el tumultuoso fallo del Jurado que eligió ganadores. Fue que nadie entendió que se descalificara a la familia de los pirinchos porque eran extranjeros; aves migratorias que venían de otros países. Algunos lo defendían diciendo que los pirinchos fabricaban acá sus nidos y ponían sus huevos. Otros opinaban que éstos no debían ser considerados habitantes de la Aldea, pues apenas eran turistas. Esto armó la batahola. Allí en aquel torbellino de patas, picos, alas, aletas, copetes, dientes y púas fue que desapareció la corona de mi abuelo y se arruinó para siempre el concurso.... Se hizo todo un silencio...
-¡Qué día triste! ¡Qué día triste! –mientras repetía esta frase el cuervo se metió en un hueco del tronco donde estaba parado.
Todos quedaron tristes y acongojados por la historia del rey cuervo.
Agustín es un niño filósofo. Buscador de misterios y conocimientos.
Recorre los campos, sigue a las hormigas, hurga en las vertientes de los arroyos y examina el agua que tomaran los aldeanos. Se pierde por días tras las mariposas que pendúlan en el interior del monte. Con sus datos los niños sabrán que hacer con los desperdicios de la aldea. Agustín ha inventado un sistema para reciclar los plásticos y luego de intensas pláticas ha logrado que los viejos lo acepten. Claro que los niños le han ayudado a concientizar a toda la comunidad. Con los plásticos los niños van creando calzados para los animales, sombreros para las vacas y capas para las ovejas recién esquiladas.
Todos los animales quedaban contentos y pintorescos con aquellos adornos multicolores.
Por ser un niño inquieto, como todos los se atrevió a interrogar al apresurado cuervo.
¡Ey cuervo real! ¿Amigo mío puedes responderme una pregunta? –asomó rápidamente la cabeza el cuervo por el hueco del árbol.
-¡Claro que si!
-¿Quién es el destinatario de los rayos del sol, la lluvia y el vientecito del estío?
-¡Pues... nosotros...! –contesto el ave.
-¿Al decir nosotros comprendes, plantas, pájaros, peces, insectos, y....hombres?
-¡Si claro....también hombres!
-¿Hay alguien que pueda tejer la tela mejor que la propia araña?
-¡Pues no, no lo hay!
-¿Alguien que pueda nadar mejor que el pez?
-¡No! –interesado ya había salido del hueco.
-¡Hay alguien que pueda arrullar mejor que las madres palomas?
-¡No, no y no! –enojado contesto al cuervo. ¿Qué tiene que ver eso con mis honores, mi real valía y mi corona de oro?
Tu real valía esta en el lugar y la función que cumples en el Reino de la Naturaleza, amigo cuervo. –Le contesto el niño filósofo. Ante ese Reino, todos somos Reyes, todos somos iguales, ante el sol el viento o la lluvia. Debemos disfrutarlo y cuidarlo. 
Pero escuchen todos les voy contar la historia del Rey salmoncito de la laguna grande. Todos, niños, bichos, aves y cuervo se acomodaron para escuchar al niño filósofo. Cuando vino la creciente grande revolvió toda la laguna. Los peces y plantas fueron movidos de sus lugares, los nidos de las nutrias quedaron encima de los árboles. Fue una turbulencia tremenda que revolvió el fango y las raíces. Cuando todo volvió a la normalidad y los rayos del sol penetraron en la laguna llamó la atención un pequeño salmoncito que se paseaba entre los juncos. Era hermoso. Las escamas despedían el sol en chispazos amarillos, rojos y azules. Sus ojos rosados eran tremendamente atractivos. Pero el salmoncito estaba triste pues había sido arrancado del lado de sus padres por la fuerte corriente habiendo quedado en esa laguna extraña. Los peces y animales se olvidaron de sus problemas y comenzaron brindarle atención .Tantas atenciones recibió el salmoncito que comenzó a pedir hasta las cosa más extrañas ¡Pero es que era tan hermoso! Por ello comenzaron todos a decirle Rey, el Rey salmoncito.
Hasta los aguaraguzúes más tímidos del monte se arrimaban a encandilarse con las refulgentes escamas multicolores. Y el rey pedía comida, piedras de colores, collares, cualquier cosa que se le ocurriera. Todos corrían a dárselo. A cada movimiento rítmico de sus aletas los rayos del sol del mediodía repetían estrellitas de colores. Se veía reflejado en cada salto de agua, en los ojos maravillados de las boguitas y sábalos que le hacían la corte. El rey pedía una semillita de ceibo y al momento aparecían miles de semillas en su jardín. Pero el rey salmoncito tenía un humor cambiante. A veces se volvía taciturno y al momento movía velozmente sus aletas y pegando resoplidos ordenaba lo más inverosímil y ridículo Como juego ya había comenzado a cansar a los habitantes de la laguna.
Ya habían arrancado pelos de nutrias, plumas de jacanas, y espátulas, escamas de viejas del agua y de doña tararira, para traerle al rey. Una tarde se levantó una tormenta feroz. Fue un sálvese quien pueda. Todos corrían a apretujarse entre los juncos y camalotes mientras el agua se movía con la ventisca. Al salir el sol los embalsados volvieron lentamente a su lugar, y las jacanas y patos brincaron buscando comida. Todos los habitantes de la laguna comenzaron a ordenarla para que el agua se volviera cristalina.
Cuando el rey salmón volvió a la laguna quedó extremadamente sorprendido. Allí en su laguna había cientos de peces idénticos a él. Con su cara, el color de las escamas, las aletas y la soberbia de su cabeza, despidiendo estrellitas multicolores. Los habitantes de la laguna se paseaban entre ellos y le preguntaban.
-                     ¿Cuál de ustedes es el rey salmoncito? – todos contestaban.
-                     ¡ Yo soy el rey ¡ - ¡ No, no yo soy el rey ¡
Para mejor con la tormenta había perdido el collar de semillitas y su bastón. Detuvo a una boguita amiga suya y la increpó-¿De verdad no me conoces?
¡Mira el rosado de mis ojos! ¡Son especiales!
¡Todos tienen los ojos rosados, por lo tanto todos son especiales! –le respondió la boguita.
Eran tan iguales todos los salmones que mirándose entre ellos como si fuera un espejo podía retocarse, las aletas y las escamas. Pero lo que más le afligía al salmoncito es que ahora ni sus padres lo reconocerían. Grito y lloró profundamente. Luego se fue entre los juncos a un recodo de la laguna allí en donde están los caracoles y conchillas blancas. Allí le esperaban sus padres y amigos.
-¡Ven querido niño! –le llamo cariñosamente la madre salmona.            
-¡Si, ven reyezuelo perdido! –lo rozaba con las aletas su padre. -¿Creíste acaso que los padres no reconocen a sus hijos?
-¡Tus amigos también saben quién sos pequeño salmoncito?Pero recuerda que todos somos diferentes y especiales, eso no nos hace ni más ni menos importantes. Por lo pronto como juego vale ser por un rato Rey, o príncipe, sólo por un rato.
-¡Ahora me toca a mi ser el Rey! –Gritó un bagre brótola.
-¡Y a mi me consideraran reina! –afirmo una viejita del agua. Así comenzaron a jugar, peces y animales a ser príncipes. Daban órdenes y recibían otras.
Lo notable del mundo-siguió diciendo Agustín el niño filósofo-Esta en la diferencia. ¡Vean ese fino y enorme pico de las garzas! ¡O las orejas largas de las liebres, que tal la caparazón de las “pastudas” tortugas, o aquellas ranas esqueléticas. Lo mismo que vos amigo cuervo que compartes el espacio y los sueños. Eres único y por ello eres un Rey.
¡Ven conmigo amigo a descubrir las diferencias!-Así en el hombro de Agustín el niño filósofo, se fue el viejo cuervo a buscar diferencias y especialidades en el mundo.
Y colorín colorado……. “
 
 
Era una hermosa historia…y la verdad es que a nosotros nos hacía falta un baño, pero no solo de humildad. Si no de grandeza. De sentirnos únicos por una vez. Reyes y príncipes. Sabernos mimados por los demás. Y mimar a alguien. Que en definitiva era lo que hacíamos con Chavelo. Creo que los divergentes-sus acólitos- como Diana y Juan María comenzaron a verlo un poquito como nosotros. Y nosotros a vernos especiales, asombrosamente únicos. Aquella tarde mientras volvíamos por la polvorienta Avenida Rivera y cuando ya entrábamos al chircal, Luis me dijo en secreto. ¿Sabés Minoca que yo soy un Príncipe? ¡De verdad te digo! ¡Soy un Príncipe!
 
 
 
 
 
 
                                   EL MORERO
 
 
 
 
Nosotros siempre estábamos buscando algo para engullir. Alguna merienda regalada. O algún caramelito del monte. Así le llamábamos a las frutas de talas, de coronillas o a las mismísimas peras de los árboles del arroyo yaguareté. Como los árboles eran altos bajábamos las frutas con las hondas. Eso si, debíamos abarajarlas en el aire antes de que se dieran contra el piso. Como Pepe era el arquero en el cuadro nuestro siempre era quien se tiraba a frenar la pera en el aire. Parecía el arquero Ruso, el famoso araña negra. Pero también veíamos llegar a una velocidad supersónica a aquella hermosa fruta, dulce y fresca…que pasaba entre los dedos de Pepe. Luego se hacía puré entre la hojarasca. Y quedábamos embobados mirando aquel desastre.
Bueno creo que fue Jorge “el de las patas grandes” y buen gambeteador que trajo el la información.- ¡El Morero! ¡El Morero!- pensamos en algo moro. Una comadreja, un caballo, un vecino de la escuela que llamaban el Moro…pero no todos fuimos al costado de la escuela, contra la calle Rivera. ¡Y allí estaba el árbol exuberante! Con sus hojas dentadas y verdes, formando contraste con la otras coloraciones de la vegetación. Tenía su tallo erguido, redondo, con su corteza áspera y joven. Y por entre su follaje se divisaban sus frutos: negros brillantes, apetitosos…Cuando quise trepar ya había varios en la copa. No obstante como pude me hice un lugar en uno de sus gajos. Como el Lazarillo de Tormes compitiendo con el ciego. Comencé comiendo de dos en dos, para seguir luego de tres en tres. Y así sucesivamente. Cuando ya mi boca no podía más empecé a meter los frutos a mi alcancía: el bolsillo de la túnica. La cuestión era aprovisionarnos. Ser más rápido que los demás. Los más chicos estaban abajo esperando las frutas que se caían. Fue en uno de esos momentos cuando veo caer una fruta brillante a mi lado. Golpeó con parsimonia mi túnica. Y en la manga quedó como una estela violeta. Un hermoso color. Recordé instantáneamente que podía repetirlo únicamente si mezclaba varios colores (Yo era medio pintor). Quizás mezclando, azules, negro y marrones podría lograrlo. ¡Instantáneamente pude ver todo aquel macabro cuadro! ¡Las túnicas de mis eternos aliados estaban re manchadas de pintura! ¡Todas violáceas con el fruto de la mora! Y comencé a gritarles mientras me desparramaba en el suelo. Y así todos me siguieron al grifo de la Esquina. ¿Para que? Éramos un mar de llantos. Mientras veíamos nuestras arrugadas pero bonitas túnicas tornarse moras. Así fuimos en delegación ante la Señorita Maestra…
 El Polaco era un tipo larguirucho de cabello entre rubio. Siempre vestía un pantalón claro con una bocamanga un tanto desflecada. Cantor y guitarrero. Participaba en los Gauchitos del rincón. En la Academia de Leonor. Sus brazos largos hacíanle parecer que le faltaba manga o le sobraba brazo. Eso sí su túnica y moña eran impecables. Mucho almidón y plancha de carbón, se notaba de lejos. Se juntaba a veces con el Lobito y eran agua y aceite. Pero se llevaban bien. Formaban equipo en todo. Tanto para el hoyo y pelota como para jugar a la bisagra o Troya. Y a donde iba uno allá iba atrás el otro. Fue él el encargado de parlamentar con la Maestra. Quizás intentando aminorar la pena. ¡Estábamos en el cadalso! ¡En la silla eléctrica! Necesitábamos como decía mi vieja Mamapancha: El abogado del diablo para salir de esta. Mi hermana Mamimora no sería nada condescendiente conmigo. Y como yo éramos varios los acusados que nos encontrábamos en el patio mirando el piso. De hecho vi en las piernas del Polaco unos pequeños arroyos azules que le recorrían la rodilla, luego tomaban por el muslo hasta estancarse en la media blanca. Se que tartamudeo un poco el cantor del grupo y luego bajo la mirada al piso también. Pero quizás fueron sus palabras o nuestra congoja lo que hizo que la Maestra como si fuera un General comenzara a dar órdenes y directivas. Aquel que se saque la túnica. Aquella que fuera a pedir un latón en la cocina. El otro que pidiera un jabón casero-ese que se hacían con grasa juntada detrás del Anglo mezclándola con tofana y cocinándola en una olla de hierro. Y nuestras túnicas fueron a parar al latón con jabón marca Anglo. Mientras la veía fregar a mi Maestra pensé: ¡Que madrasa va a ser!
Lo peor fue el lavado de caras que nos hizo. ¡Es que nuestras bocas y cachetes estaban como para el carnaval!
 
 
 
 
 
 
                            EL CHIRCAL DEL CEMENTERIO
 
 
 
 
El cementerio formaba parte de nuestro paisaje. Guardábamos cierto respeto por aquel misterio que encerraba. Hacía él iba la carroza negra guiada por un hombre enjuto de mirada fría, bien sujeto dentro de su frac. En él se quedaban las coronas, las flores y los llantos…Coronaba una cuesta, sus muros blancos se veían allá al final de la Avenida ( Juan Zorrilla). Por encima de ellos se elevaban los enormes pinos, esos que a veces con la ventiscas silbaban. El Cementerio también por temporada era nuestro lugar de trabajo. Especialmente el dos de noviembre y sus días previos. Armábamos baldes para acarrear agua, con las latas de cinco kilos de dulce de membrillo que se vendían en la casa Bartelloni. Y así armados de baldes, escobas y trapos, nos convertíamos en fregadores de mármoles y bronces y acarreadores de agua. Claro que para que hubiera demanda momentos antes y con la complicidad del “camposantero” cerrábamos los pases de todas las canillas. Escondíamos las escobas y baldes, inclusive las carretillas. Así las Doñas nos pedían auxilio. Era algo picaresco, con la “sana maldad” de conseguir un céntimo a “voluntad”. Pues nosotros hacíamos el trabajo pesado de acarreo de agua o frotado de algún panteón, extendiendo la mano luego para lograr aquella propina. Eso si al finalizar la jornada hacíamos un rejunte de flores y con los mismos tarros llevamos el agua al “Osario”. Nuestros mayores nos habían enseñado que allí reposaban los restos de aquellos seres fallecidos que no tenían dolientes. En definitiva: eran los más desamparados, los más necesitados. Siempre nos identificábamos mucho con el menos privilegiado. Nuestra moral era así. Donde había un desvalido, allí íbamos nosotros.
 El chircal era nuestro gran nido de fantasía. Allí alimentábamos carlancos, jorobados y hombres lobos…Y en pleno día solíamos jugar a la escondida o a los Indios y a los milicos matreros. Armábamos verdaderas chozas de chircas y trapos. Allí llevábamos todas nuestras riquezas: granadas de la casa de Luis, ciruelas del fondo de lo Bartelloni, naranjas de la quinta de Garcén y boniatos de lo Cano para hacer asados. En cada choza una de las niñas hacía de mamá. En la mía era la negrita Chavela. Ella como toda mamá nos hacía trabajar. Limpiar el patio, acarrear leña, adecentar el lugar. Se rompía la magia cuando alguno de los varones se negaba a realizar su tarea o cuando nuestros vecinos comenzaban a guerrear con bosta de caballo. Eran verdaderas batallas dentro del chircal que se extendían por la calle hasta nuestra esquina de América y Zorrilla. Una noche vino el acabose. ¡Se incendia el basurero del cementerio!- ese fue el grito. Todos los vecinos solidariamente corrían a baldear agua. Se improvisaban cadenas humanas para apagar el incendio. Las lenguas de las llamas amenazaban con tomar los pinos, trepando por los muros. El chircal todo estaba incandescente. Pepe, Osvaldo y Luis se me arrimaron. Más allá la divisé a Chavela y Blanquita en un mar de lágrimas. Eran las viudas del chircal.
Pequeñas explosiones y chispotorreo le daban un sonido lúgubre a la finalización de nuestros sueños. Allí quedaban cometas, trompos, muñecos de trapos. Todo nuestro capital. Nuestro hogar secreto. Cleanto ladraba. En la mañana circunvalamos aquel páramo por la calle Ejido y tomando luego la Avenida Rivera. Era una zona de desastre. Una mar de tizones negros y cenizas. Así con los ojos tristes nos recibió la maestra. Los demás niños nos miraban con respeto. Quizás alguien podría alegrarse de aquella desgracia. El chircal era un monte para algunos. Para nosotros un bosque mágico. Un sitio que guardaba fantasía y nuestros sueños eran realidad. La señorita maestra abrió con parsimonia su portafolio de cuero. Era como un fuelle, una caja de Pandora. De él podía emerger cualquier cosa. Cuando la veíamos así ya comenzábamos a mirar. Nos olvidábamos hasta del diente de leche flojo. Saco un librito viejo, puro fleco. Lo abrió. Luego comenzó a leer en voz baja. Cosa que hacía que estiramos nuestro cogote parando la oreja para escucharla. “En un lugar de la mancha de cuyo nombre no puedo acordarme…” – ¡Paaa que aquel hombre si que tenía dramas! ¡Peleaba con molinos! ¡Confundía todo! ¡Vestía de hojalata! Nos desternillábamos de risa mientras la Maestra leía las desventuras de aquel hombre. ¿Era un loco?
Cuando dejamos la escuela. A la salida fuimos comentando aquella lectura. Ya nos sirvió de idea para el carnaval. Debíamos encontrar alguien para vestirlo como él. Lanza en ristre con un caballito de bolsa de arpillera. El hojalatero de la calle rivera podía hacernos el traje. Si juntábamos tarros de durazno en almíbar en el basural y alguno de conservas…
Miré hacia atrás a lo lejos vi a mi maestra. Me pareció verla sonreír mientras nos izaba la mano en señal de despedida.
 
 
 
 
 
 
 
                                   EL AGUATERO
 
 
 
 
Era un hombre bueno. Quizás por su trabajo lo veíamos así. Dulce y fresco. Quien lleva agua a un hogar es como un Papá Noel. Y en verdad que aquel distaba mucho de serlo. Por lo menos era bastante flaco. Se le veía hermanado con el caballo. Los dos parecían llevar sobre sus espaldas todo el peso del mundo. Ambos se movían con lentitud. Pero sabían a donde iban. El pelaje del caballo era marrón y las ropas de su dueño también lo eran. Se le sumaba al viejo un gorro panza de burro recortado. Quizás para la mecha de algún farol. Sobre el lomo de ambos llevaban un barril de acero. Con enormes aros metálicos como rieles de tren que lo sujetaban haciendo de suncho. En su costado se leía la leyenda con letras amarillas: ANCAP. Cuando se llenaba de agua se “apetizaba” el carro. Y se elevaban sus varas parecía que ya iba a levantar como una catapulta al caballo flaco. Y si lo mirábamos bien éste caminaba como en puntas de pie. Su dueño se bajaba del carro luego a cerrar el grifo, retirar la pequeña manga y tapar el barril. Tomaba al caballo de las riendas y le ayudaba a arrancar. Luego subía ágilmente al pescante y se instalaba. Lo conducía frunciendo los labios y exhalando un sonido. Así solo, no necesitaba picanearlo. Algunas veces cuando tomaba una cuesta se bajaba para ayudarlo. Cada viaje le reportaba dos o tres pesos que le ayudaban a él y a su caballo. Si el día era bueno hacía tres viajes de mañana y tres viajes de tarde. Pero había competencia en el acarreo de agua. Además la intendencia cuando no regaba las calles con el camión cisterna, repartía agua en la vecindad. Pero todos sabíamos que el agua de él era la mejor. La más dulce y cristalina. Siempre fresca. A veces salíamos de la escuela corriendo cada uno con un jarrito para pedirle un poquito de agua. Teníamos el grifo, pero no importaba. Se nos antojaba agua del “aguatero” y allí íbamos a pedirle. Él con paciencia nos atendía. Metía una pequeña manga por el orificio del tanque y nos surtía el alimento. Por la ventana del salón nos vigilaba la Señorita Maestra. Nadie sabía a ciencia cierta donde vivía, el aguatero. Pero todos asumíamos que era un asceta. Que tenía algún bendito cerca de la vía férrea, lleno de plantas y pájaros. Nos imaginábamos que cada real que conseguía era para alimentarlos. Que su casa era algo así como un refugio para animales abandonados. Chavela era la más fantasiosa. Dibujaba la casa del aguatero, con una glorieta de guaco. De donde colgaban troncos de ceibos con patitos y claveles del aire. Una mezcla de esmeraldas colgantes, ámbar y topacios. Y Osvaldo seguía embobecido, con aquellos dibujos que chavela representaba algunas veces con ademanes en el aire…
 
 
 
 
 
 
                                              LLUVIA
 
 
 
 
Llueve. Nosotros llegamos corriendo, vaporosos. Entramos debajo de las bolsas de arpilleras dobladas por el medio y acomodadas en nuestra cabeza. Alguno llevaba una manta y otros un “pilot” con olor a nuevo. Venimos en pescantes de carros, en ancas de bicicletas o a pie salpicándonos con el barro marrón de la avenida. Todos como pichones de gorriones no aglutinamos en aquel nido gigante que representa la Escuela. Y nuestra Señorita Maestra, nos recibe como una paloma blanca abriendo sus alas y ronroneándonos. Acelerados y destilando agua por los tobillos ingresamos al aula. La lluvia tiene magia. Una magia clara que aporta misterios. Nos da una sensación de unión, de bondad. Además es el día de la hoja de garbanzo. ¡De los dibujos!-Miro a Chavela y le veo sus cabellos pegados en la cara morena. Las gotas brillantes se agolpan en su garganta “resolladora”. Es que la carrera nos quita aliento. Nos vuelve bulliciosos. Y el aroma mojado de nuestros cuerpos impregna el ambiente. El Lobito se acuclilla en el fondo del aula. Su semblante es siempre adusto. Osvaldo y pepe comienzan una discusión bizantina sobre quien tiene mas bolitas en los bolsillos. Burúcua- mi hermano y Loreta charlan de las cacerías de apereás en las vías del ferrocarril y el arroyo yaguareté. La Maestra comienza a repartir las hojas amarillas y los crayones. Miro a la ventana e imagino que las gotas son ojos que nos observan…Ojos pegados al vidrio. Ojos que se deslizan curioseándonos.
Pero nuestra atención se va hacia el Lobito. Se le nota enojado. La maestra también lo nota y como no puede con su genio va hacia él. La vemos pasarle una mano por sus cabellos. Conversarle algo al oído. El niño insinúa una mueca, casi una sonrisa. Pero son sus ojos los que se animan. Pero afuera la lluvia arrecia. Y nosotros comenzamos a cantar a coro: “Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva. Los pajaritos cantan, la vieja se levanta. Que llueva, que llueva. Que caiga un chaparrón, debajo de la cama del viejo dormilón…”
 
 
 
 
                                                       EL LOBITO
 
 
 
 
Había crecido en un ranchito al costado de la cancha intermedia. El padre era montaraz. Rudo y parco. Acostumbrado al monte, al aroma de resinas y a los cantos de los horneros que venían a escarbar en los troncos. A veces los tordos curiosean aquel tajo que se le hace al monte y las calandrias se pelean por los gusanos taladros que sacan de sus agujeros. Los postes y medios postes se acomodan descarnados y brillantes al costado de esa senda que hace de camino. Por ella circulan los carros levantando la producción. De tanto en tanto los gurises queman las ramas para ir limpiando la isleta. Las yararás y cruceras se esconden de las miradas. Así creció el Lobito. Este niño con mirada torva. Con sus flecos renegridos cayendo sobre los ojos.
Se alegraba al sentir el olor de las frituras de su madre. Aquellas torrejas con pan duro, leche y miel de lechiguana. Ella era una reina. Una mujer de voz cantarina, llena de sueños. Armaba el fuego con charamuscas y hacía carcajear a la pava vieja. Traía agua desde el cachimbo-pozo artesanal excavado en el suelo- y arreglaba la alacena en el coronilla. Enfrentaba una guerra sin cuartel contra las urracas azules y los ratones que corrían por las ramas. Los bandidos solían roerle la galleta que pendía de una bolsa. Y las urracas les robaban los chicharrones. Lobito se desternillaba de risa viendo a suma madre con la escoba de chirca corriendo las aves. Cada tanto entraba un carro al corte. Venía a retirar los postes y vigas de algarrobo negro. Le traía el surtido y llevaba los encargues. Era el día de fiesta. De galleta y fruta fresca. De caramelos chatos y anzuelos para los anguilleros. Aquellos “peones” que Lobito dejaba tendido atados de juncos o ramas de sarandí. Al recorrerlos solía encontrar alguna anguila o alguna señora tararira. Pero una mañana el carrero llegó temprano. Así como llegó se fue. Y con él se fue la reina y la alegría del niño.
En ese entronque lo conocimos nosotros. Así lo vio la señorita maestra. Ella dio vueltas y vueltas hasta que pudo arrimarse a él. Fue todo un triunfo. Algunos minutos en el horario de clase o en el recreo se le arrimaba. Él tenía un cuaderno puro flecos. Aunque sin uso estaba pura tiritas. Un día lo vimos escribir algo. Quedamos sorprendidos todos. Alguien vino corriendo con la noticia de que un avión tiraba papelitos. Fue un desbande. Corríamos todos al patio. Las maestras intentaban detenernos en vano. Sabíamos que el planeador solía tirar figuritas o chinchibirres. Y no había nadie que quisiera perdérselas. Loreta como era grandote siempre conseguía alguna. El avión hacía círculos en torno a mi escuela. Y cada tanto lanzaba un puñado de papeles. Estos hacían arabescos en el aire y caían lentamente. Nosotros y mi perro cleanto-ladrando- corríamos de un lado a otro. Juntándolos. Cuando solo quedaron miñanguitos esparcidos volvimos cansados al salón. Mi Maestra estaba enfurecida pero solamente siseaba bajito. Y en el salón vimos asombrados que el Lobito seguía escribiendo. Chavela fue rápidamente y le tocó la frente. Para detectar si no estaba con fiebre. Éste con un gesto le apartó la mano. No, sigue siendo el mismo-me dije.
Además Chavela nos confirmó que estaba escribiendo una carta.-¿Una carta?- manifestó Osvaldo. ¿Pa quien escribe?- dijo Pepe. No lo sabíamos pero notamos que era un asunto entre Lobito y la maestra. Y fue el comentario en la barra cuando nos juntamos en el grifo. Fueron designados mis hermanos Burúcua y Cota para ir a sonsacarle para quien escribía. Pero no lograron nada. Por más que llevaron unos caramelos chatos para convidarle, no lograron que dijera ni “pio”.
Un día estábamos lagarteando en la resolana al recreo. Algunos les tirábamos un palo a Cleanto para que fuera a buscarlo y lo trajera en la boca. Otros jugando a la mancha agachada, cuando sentimos que paraba el ómnibus en el portalón de la escuela. Se arremolinó el polvo de la calle rivera. Cuando se disipó, quedó parada una señora. Se notaba que venía de lejos. Llena de paquetes y valijas. Blanquita fue corriendo a avisarle a la señorita Maestra. Y Loretta fue rápidamente a abrirle el portalón de hierro. Ella caminó hacia el patio interior, lentamente. Luego se paró junto al niño que estaba sentado en el murito bajo del patio. El Lobito vio esos pies con zapatos finos y nuevos y parsimoniosamente elevó la mirada. Ella abriendo los brazos le dijo: ¡Andrés he vuelto! -¿Andrés se llamaba El Lobito?- Mamá- gritó él. Y se aferró fuerte a su cuerpo. Del bolsillo de ella sacó la carta, toda arrugada. Chavela a mi lado lloraba de emoción. La señorita Maestra corrió hacia ellos recibiéndolos a ambos entre sus brazos. Así entraron los tres al salón.
Ahí nomás empezamos a pensar nosotros. Y guay que cuando pensábamos algo traía cola. Ya a Osvaldo se le ocurrió escribir una carta para un tío que se le había ido para argentina. Y Loretta para un hermano que tenía en Montevideo. Pepe para el padrino que se encontraba en el monte del Vizcaíno. Y nosotros, mi hermana Cota, Burúcua y yo tomamos papel y lápiz y comenzamos a escribir….”querida mamimora….” No estaba lejos, pero pensamos que a nuestra hermana mayor le gustaría recibir algunas líneas en agradecimiento. Quien sabe, quizás hasta un matecocido calentito ligábamos…
 
 
 
 
 
VOCABULARIO
 
Anguila: pez que habita ríos, arroyos y tajamares.
Anguilleros o peones: anzuelos atados con un cordel de un metro mas o menos, llamada brazolada, los cuales se encarnan y se dejan atados dentro del agua.
Asceta: Persona que vive en soledad.
Apetizaba: Se agachaba por la pesada carga.
A voluntad: Quien recibe la cortesía o el mandado puede dar alguna moneda como propina.
Basteriado: que usó mucho el basto y éste lo lastimó. El basto es parte del recado.
Bisagra o Troya: Juego donde cada niño realiza un círculo simulando ser la ciudad de Troya. Y defiende su ciudad con una vara. Otro niño le tira con suavidad un palito que oficia de muerto. Este debe pagarle al igual que los otros. Mientras el niño que arroja el muerto va a buscarlo se le excava su ciudad (Troya).
Bonafide: marca de unos peines y peinetas que se realizaban con una especie de material similar al plástico.
Bufadal: Lodo, barro con hierbas y agua.
Cenefas: Adornos de maderas o chapa de metal que cuelgan del borde del techo.
Chinchibirres: Bolitas de vidrio.
Cocarda: Distinción que se le da a los animales campeones. Se le pone en el cuerpo una insignia colorida.
Charque: carne vacuna y salada para conservarla.
Entecos: Se le dice al animal flaco, enfermo.
Excusado: baño o letrina que se pone lejos de la casa para evitar contaminación. Es en lugares donde no hay saneamiento.
Fordchelas: Tipo de auto antiguo de marca Ford.
Hojalatero: Oficio, el que trabaja con latas. Confeccionando ollas, calderas, jarritos, etc.
Naife: herramienta cortante, tipo cuchillo con forma de media luna que usaban los obreros del Frigorífico.
Sobrepaso: es un andar rítmico que se le enseña a los caballos para desfilar.
Tofana: Producto químico utilizado para echar en la grasa vacuna, para producir jabón rústico y casero.
Verijero: pequeño cuchillo, que se lleva en la cintura por delante.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
INDICE
 
 
 
PROLOGO
 
LA ESCUELA
 
LA MAESTRA
 
EL GRIFO
 
EL BARRIO
 
EL CARRERO
 
AGUSTIN- El Niño filósofo
 
EL MORERO
 
EL CHIRCAL DEL CEMENTERIO
 
EL AGUATERO
 
LA LLUVIA
 
VOCABULARIO
 
       
         
 
  Hoy habia 67989 visitantes (185979 clics a subpáginas) ¡Aqui en esta página!  
 
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis