Poesía en acción
  NARRATIVAS para ADULTOS
 
            Por consultas: mail guibertu@hotmail.com         

        PANDEMONIUN (Dedicado a Juan-mi cuñado)


Cuando me embarqué en el plan de trabajo no tuve en cuenta todas las alternativas. Ustedes dirán, de que está hablando este impertinente. Esta persona de la cual nada saben. Lo cierto que a mí tampoco me importan ustedes. Sus pensamientos, sus sueños van de la mano del vulgo. Trabajar, comer, dormir, mirar televisión. Trabajar, comer, dormir, llamar a la media naranja. Trabajar, comer, dormir, pagar las cuotas atrasadas…etc. Esa es la vida de ustedes. Yo voy a integrar el gran plan. No estoy atado al silicio ni a un microprocesador. Mi mundo es la mente. Ustedes dependen de un granito de arena y no lo saben. Tengo libertad. Y ustedes se encuentran atados al programa. Elijo por mí no por ustedes. Me comprometo sólo con mis ideas. Ustedes empujan el carro de ideas de otro. Sólo sé que tengo más dioses. Tal vez deberé poner más ofrendas y alguna que otra virgen desflorarán en su altar pero me mantengo libre. Yo no hago uso de vuestras monedas, por lo pronto vivo de mis actos. Mis actos independientes. No soy como Juan. El vive de su trabajo y para su trabajo. Alimenta más hijos de los que tiene. Hace ocho horas en la Oficina y luego cuatro más de horas extras. Algunas veces se enchufa en la televisión. Claro también atiende el Maxiquiosco de la Terminal. Sí, ese donde ustedes compran las pastillas y los refrescos. Juan es el gordo grandote pelo cortado al ras y de ojos grandes. Sí, ese que conversa un tanto gangoso y que está siempre pronto para la cortesía y conoce cada persona de la ciudad. El sueña con el pescado grande (como el del “Viejo y el mar”) ese que nos espera en la rompiente. Allí donde las olas mueren y que nos come todo el cebo. ¡Sí! ¿Ahora caen? Ese pez espera a Juan. Cuando el sol baja lentamente sobre el río Uruguay y quiebra los reflejos abandonando los colores en las aguas. Yo, le he visto los ojos iluminados a Juan. Son hermosos. Es una expresión mezcla de placidez y espera. Es de una calma tal que se me impone. Lo veo allí con esa caña telescópica y no me atrevo ha hablarle. ¿Por qué, dirán ustedes? ¡Porque no! Pues no es bueno meterse en el sueño de la gente. Ellos cuando sueñan vuelan. Es tal el gozo como si fuera una experiencia cumbre. Extrasensorial, casi mística. No siempre fue así, ya intenté hacer con piedras sapitos en el agua, molestarle con mis conocimientos de flora y fauna. Algunas veces también contándole algo de tal ó cual mujer. ¡No se rían!. Nosotros los varones hablamos de mujeres. Nos encanta. Tal vez mágicamente al recordar tenemos un doble orgasmo. Quizás sea sólo de bocones pero así somos. Desagrevisamos los instintos para civilizarnos un poco. Pero lo de Juan es otra cosa, es un viaje. Ese viaje que no queremos que termine y en el cual somos viajeros siempre.
En una oportunidad lo ví sobre las rocas ondeando su caña y girando el carretel. En el agua a lo lejos surcó un haz de colores. Yo fui testigo del gran pez de Juan. Afanosamente lo trajo hasta la playada. Fue todo un alboroto. Tenso el cordel y curvada la caña. Sus ojos resplandecían y las aletas de su nariz se abrían. No existía nadie en la tierra, sólo Juan y su pez. Era una lid. Yo pensaba en la leña y en el sartén. Pero Juan en el último minuto sacó la cortapluma y cortó el cordel. Me quedé con la imagen de aquel lomo enorme tornasolado girando en el agua. Y luego la nada. Esa sonrisa de Juan de dientes enormes y grandes y aquel soplo característico de sus cabellos (en ese entonces bien largo cayendo sobre los ojos) indicándome que había terminado la jornada. Salió al tranco por la empinada cuesta. El reel desarmado y el pequeño bolso negro sobre sus anchas espaldas. El sol lentamente repartía los añiles. Yo junté los bártulos e intenté seguirle el tranco. Ese es Juan el del Maxiquiosco.
Ahora me dirán: ¡qué nos importa la historia de Juan y su pez!.Pero les digo que esta historia a mí me marcó. Días y días pasé pensando en ello. No conversamos nada con Juan al regreso. El venía feliz. Atravesamos la ciudad de punta a punta. Primero contorneamos el barrio obrero con sus casas de ladrillos de campo y tejuelas. Llenas de gurises y perros. El Anglo es un lindo barrio. Tiene esa historia que flota en sus calles y que allende al río se extiende. A esta altura me estoy poniendo muy prosaico. Yo soy más práctico. Mi luna tiene la huella de un astronauta y ya no es la virgen de mi niñez. Ya no hay continentes para descubrir y las ideas fueron el último pago de la deuda externa. Ya no encuentro ninguna colina para tomar. Se que el día que me muera podré alimentar las bocas que hoy no alimento. Y los peces (todos incluso los de Juan) agonizaran en la playa. Para mi no habrá una barca que me lleve.
Pero Juan volvió a su rutina. Las ocho horas en la Oficina, las cuatro horas extras y el Maxiquiosco. Algunas veces le decía: ¿Y Juan cuándo…? – ¡Capaz que el sábado si tengo libre!- me respondía. Yo no tengo mucha paciencia les digo, por eso en algunos momentos caminamos por caminos distintos. Fue una tardecita de julio cuando se llevaron a Juan. Primero fue a Mercedes para realizarle una tomografía computada y luego fue a Paysandú(directo al Centro de Tratamiento Intensivo). Hasta allí fuimos tras de la luz de la ambulancia. Verlo allí unos segundos al día conectado a la máquina fue muy penoso. Al principio pensaba que era un rato, unos estudios y volveríamos todos a casa con Juan, pero no fue así. Así pasamos reuniones médicas y familiares, diagnósticos y esperas. Muchas esperas. Juan era una mole enorme sobre una camilla. Se me hacía una estatua romana extendida a la espera de un pulimento más de su creador. No podía creer que no me hablara. No quería observarlo en silencio. Por eso comencé hablarle de su pez. De la mano de él volví al río. Fuimos a la playa y nos sentamos en las barrancas. Cada segundo que estaba con Juan era parte de un capítulo. Deseaba estar con Juan a solas para poder enhebrar aquel cuento, como una novela radial, un diálogo mental que nos unía más y más. Algunas veces lograba visualizar al pez e intentaba definir bien su silueta. Ello pues, si un día lo veía en la playa no quería equivocarme. No debía equivocarme. Afuera helaba. El invierno nos azotaba. Veía la televisión como lo que es, una caja boba con un cristal. Las escamas del pez me atraían. Pude ver sus ojos y casi conversar con él. Inventé miles de trampas para poder atraparlo pues un anzuelo y un cordel no eran para mí un trato honorífico para lo que él significaba para nosotros dos. Tenía que resolver la manera de que Juan aceptara mi plan. Pues en definitiva era su pez. Me parecía de a ratos que Juan lo entendía. Fue entonces cuando el Director Técnico del Sanatorio nos dio un diagnóstico y nos llenó de preocupación. El coágulo que afectaba el cerebro de Juan no se reducía. Había varias opciones trepanar para intentar sustraerlo, instalar una válvula en ese cerebro o dejar que el coágulo se disuelva por sí sólo. Esta última era tal vez la posibilidad más remota y ello aparejaba tiempo y gastos. Las empresas de salud son eso: Empresas. Los gastos de manutención de un enfermo en la sala de cuidados intensivos son muy altos. A Juan no le importaba nada de lo que sucedía en el mundo exterior. El iba tras de su pez. Yo sólo sabía eso, por que seguía comunicándome con él. Tomado de su mano conversaba aquellos segundos que me permitían. Pude enterarme así que ese extraño ser vivía en el limo del río y que sólo algunas veces afloraba a la luz. El tenía luz propia. Bueno una fosforescencia para engatusar a sus depredadores y también para obtener su comida. Esas pequeñas linternas le servían también para el cortejo nupcial y así conquistar a su dama pez. ¡No, no se rían ustedes! Mi pez, digo el pez de Juan era todo un conquistador en las aguas profundas. Tenía tantas novias como escamas lucía su cuerpo. Ahí tuve mi primera ambivalencia: ¿debía capturar el pez o dejarlo en libertad?
Les digo que yo estaba en pos de una nueva filosofía. Una nueva parábola que me hable de un poco de esperanza. Quiero volver a ver los novios en las plazas y no quiero proscribir sus besos. No deseo estar más atado a mis necesidades básicas ni a mis cuotas atrasadas. Que la luna vuelva a ser la luna de los amantes. Y el planeta azul sea el tesoro que heredaré para mi príncipe. Por eso ideé modificar los diez mandamientos para ajustarlos más a mis necesidades. Por lo menos a mis necedades.
Pero mientras debía salvar el pez de Juan. Si, aún a costa de mis propios instintos mejoré la relación con él. Le expliqué que ya no quería atraparlo que sólo deseaba platicar. Conocer su territorio y algunas de sus cosas mundanas. Ahondé en esa amistad-guerra que tenía con mi amigo (ya casi envidiaba la atención que Juan ponía en aquel pez). Definitivamente era solo un bicho escamudo, sin patas siquiera. Con una cola timonera y unos ojos saltones que de yapa tenían pobre visión. (Si viviera a la luz del día debería usar lentes de “cuatrojos”) Para colmo Juan seguía dormido en esa cama, impávido dejando que sólo los monitores hablaran por él. No tenía arreglo.
No obstante ello ese pez era enormemente rico. Cómo diría: nadaba en oro. ¿Cómo es eso? ¡Simple! Todas nuestras máquinas están basadas en los microprocesadores para existir. Y esos microprocesadores necesitan del silicio, de esa arena finísima del limo del río. ¡Sí! De esa arena donde orondo se pasea ese pez. Aquellas mismas máquinas que regentean a Juan están sustentadas en el silicio. Mi computadora, y hasta mi proyector de cede esta dirigido por esa arena. Un poco me confundí les reconozco. Pero si seguimos un paralelismo con nuestras vidas bien podemos decir que aquel pez es rico. Allí fue que me enteré del plan. Para mi Juan es el creador del Plan pero no estoy bien seguro de ello. Porque tener un pez como guía virtual sólo puede ocurrírsele a Juan. ¿No creen eso amigos? ¡Ah! ¿Se quejan por qué ahora los trato amistosamente? Lo que pasa es que ahora nos conocemos un poco más .Bueno, por lo menos ustedes me conocen un poco más.
Lo importante con pez o sin pez es que un día Juan comenzó a recuperarse milagrosamente. La posibilidad más remota de que el organismo absorbiera el coágulo fue la que al final primó. El Doctor nos dijo que fueron las ganas de vivir de Juan lo que lo hizo reaccionar, además su organismo fuerte y joven. Poco a poco se comenzó a desconectar de las máquinas. No hablaba mucho pero entendía todo. Tenía la cabeza rapada y en ella una enorme cicatriz. Los ojos extremadamente fijos al mirar y una arrugada cicatriz debajo de la nuez de Adán. Hasta hace poco debió comenzar a aprender a vocalizar y se enojaba cuando no le entendíamos algo. Pero poco a poco comenzó a volver el Juan de nosotros el de los golpes en la pared cuando se calienta, el incansable en la oficina y el del Maxiquiosco. Y yo volví a mi rutina necesaria, a mi poesía necesaria. Volví a buscar las letras en desuso tratando de encontrar un nuevo idioma. Llevo las ofrendas para cada uno de mis dioses para tenerlos satisfechos. Mientras tanto espero. ¿Qué es lo que espero? ¿Me preguntan ustedes? ¡Ah! ¡Me olvidaba! Que Juan me acepte como parte del plan. Que algún sábado de esos que tenga el día libre me llame. Entonces los dos con nuestros hijos al hombro y por supuesto nuestras cañas telescópicas, vayamos en busca de nuestro pez. Sí, ya saben ese que nos espera en la rompiente, allí donde mueren las olas y se come todo nuestro cebo. Sí, ese que cada tanto aflora del limo y nos deja ver su haz de luz. Justo a esa hora que el sol decae y reparte sus añiles. Sinceramente quiero, digo, deseo tener un pez que me escuche un poco.¡Aunque sólo sea un pez virtual!. 

GUI.


 

 

 
 
       
           
  
                  EL ABUELO NO QUIERE VER
 
Otiliano y Clara así se llaman los dos viejos. Clara y Otiliano. No, no se podrían imaginar uno sin el otro. La casita, el jardín y la huerta muestran detalles de sus manos. Se entendían en sus pláticas y también en los silencios. Arreglando la parra, atillando el alambrado viendo florecer los nardos y crecer los naranjos. Aquel año además de terminar los canteros de los almácigos sólo faltaba transplantar el manzano más al fondo. Era el sueño de Clara que Otiliano quería cumplir. Luego vendrían las compotas dulces. Pero Clara se fue. La rosa del jardín mudó coquetamente las hojas y tiernamente cerró sus orlas perfumadas. Era un atardecer de viento tibio y húmedo que vendría bien a las plantas. Otiliano si se quedó , pero duro retorciendo los brazos. Anudado y mudo. A mí me pareció el manzano de la huerta, sin transplante ni cuidado. Perdiendo poco a poco la fuerza de la savia . No supe nunca cómo entenderme con los silencios del abuelo. Lo ayudaba en el jardín , en la huerta que se cubría cada vez más de yuyos. Yo hablaba hasta con las plantas con tal de que él recibiera mi mensaje, que se diera cuenta cuanto le quería. Pero todo era en vano. No, no entendía esos murmullos. Quería correr y abrazarlo fuerte pero yo ya era un hombre y en esa muralla no había una grieta o hendija por donde pudiera pasar a consolarlo. Sólo allí en el cementerio luego de arreglar la tumba de la abuela esos domingos interminables me miraba en silencio cálidamente. Después codo a codo nos íbamos por la calle polvorienta compartiendo ese nuestro silencio.
Al año comenzó a tener problemas en la vista y mis padres lo llevaron al médico. Luego los tíos uno a uno desfilaron por el oculista y el cirujano. No se resistía ante cada estudio o análisis se dejaba llevar de la mano como un niño. Respondía con monosílabos. Me confundían las discusiones sobre quien lo cuidaría, con quien se quedaría a vivir y todo eso que ustedes saben. No contaban con que ni Cristo lo haría salir de su casa , de la glorieta, el jardín y la huerta. Yo lo vi sentado en la resolana, allí en el jardín invadido de gramillas olorosas.
-¡Lindo olor despiden los jazmines abuelo!- afirmé tímidamente mientras arrimaba un banquito de ceibo. ¡Ajá! Las retamas amarillas van a estar cubiertas de flores en noviembre. -¿Y los naranjos abuelo, vio como se le caen las flores?- era una pregunta tramposa me di cuenta. – Nos faltó fumigación, un poco de caldo bordelés tanto en las ramas como en el suelo. Este año no me dieron las fuerzas para atenderlos. –¿A la abuela le gustaban mucho las plantas no? -¡Ajá¡- Siempre tuvo el mejor jardín del barrio- me explicó serio sin mover los párpados que hace años se habían cerrado. Nunca me atreví a tocárselos para volver a ver el color de sus ojos, lo deseaba pero no pude. ¿Y tu mujer para cuando espera? – me preguntó de sopetón.- ¡Para diciembre tal vez la primera quincena! – le respondí rápidamente. Cuando me alejé de él lo hice en silencio, no quería perturbarlo. Creo firmemente que allí sentado en el sillón de mimbre en el medio de la glorieta se encontraba con su Clara. No, no estaba solo. Estaba indefenso.
 
Así fue, el quince de diciembre matemáticamente nació Clarisa. El borbollón de gritos y gorjeos llenó la casa. Mi casa, la de mis padres y el abuelo. Este último se limitaba a estar sentado por los rincones ya sea al sol o a la sombra.
 Cuando quisimos acordar con mi mujer , Clarisa andaba gateando desparramando juguetes y plantas. A veces lo vi sonreír al abuelo cuando me oía rezongar. Cuando la niña pudo mantenerse en pie aumentó el peligro. Se agarraba de los muebles y se escapaba al patio detrás del abuelo. Esas corridas eléctricas me asustaban. Para mejor el abuelo iba ciego, se manejaba por costumbre sabiendo que cada cosa estaba en su lugar. No entendíamos nada, cómo los dos mágicamente sorteaban los obstáculos. Allí como siempre aparecieron los tíos . -¡Esa gurisa va hacer lastimar al abuelo!- ¡No ven que el viejo anda a los tumbos! Este apretando los párpados sonreía. Le susurraba nanas , historias antiguas y ella se adormilaba entre sus entre sus brazos. No era por ser mi hija o tal vez si fuera por eso .¡ Pero Clarisa era hermosa!. Los ojos grandes y almendrados. El cabello castaño pero veteado de oro y azabache se resbalaba por el cuello. Tiene la piel trigueña como su madre y pequeños pelitos dorados que se asoman en sus bracitos regordetes. Y su voz , ese gorgojeo entreverado de conversaciones que ella sola entiende. Corrijo, que sólo el abuelo entiende. Ese viejo de mentón firme y cabellos de plata. Con esa frente amplia sembrada de surcos que detienen las gruesas patillas. Y aquel mostacho grande debajo de la nariz aguileña. Cuando niño intenté algunas veces tirar de ese mostacho que el abuelo prolijamente cuidaba. Hoy cuando le ayudo a afeitarse no me atrevo ni si quiera a recortárselo y así año a año va creciendo un tanto salvaje. Cuando le veo hablar con Clarisa me detengo en esos dientes blancos y fuertes, me parecen enlozados.¡Tan brillantes! Que internamente se los envidio.
-Belo,belo...- le tiraba de las orejas. Abría sus labios y escudriñaba los dientes del viejo. Corría y reía a su alrededor. Hace muchos años que el abuelo no levanta los párpados pero ella irrespetuosamente le introduce los dedos en los ojos. Claro cuando la pesco la reto severamente. Pero el viejo como todo abuelo me dice: -¡Dejala,dejala!-El que intransigentemente se negó a abrir los ojos. Pese al dictamen favorable de los médicos.
Me sorprende cada vez más esto. Es como si se produjera una simbiosis entre ese viejo de mostachos severos y Clarisa esa niña inquieta . Mi hija. Esta gurisa está domando al abuelo, hace lo que yo su nieto no me atreví a hacer.
-¡La buelo no quede vel...!
-¡La buelo no quede vel...!
-¡ Comonó, mirá que lindo elefante azul!- le dice el abuelo señalando hacia la calle.
-¡Lelefante! ¡Lelefante!- le corrige Clarisa firmemente, irrespetuosa y coqueta. Le abría los ojos al abuelo. Lo curioseaba levantándole los párpados.¡ Son hermosos esos ojos tan azules! A ella le llamaban la atención poderosamente. Se agachaba, lo espiaba en puntas de pie sobre las piernas del viejo. Hacía tiernas acrobacia casi perdiendo el pañal.
-¿Qué miran buelos viejos?...-¡nos increpaba a mi, su padre y a su madre!- Esta niña si que va a tener carácter pensé. Se masajeaba los ojos el viejo. Lo vi aquella noche sentado en la cama. Mecánicamente se levantaba los párpados uno a uno. Le temblaba la mano. Se levantó. Tomó asiento frente a la cómoda que le servía de toilet a la abuela Clara, rebuscó en los cajones y abriendo uno de sus ojos con los dedos miró dos fotografías. ¡Era cierto el abuelo Otiliano veía¡ ¿O mi hija Clarisa tenía magia?
Me retiré en puntas de pie como un ladrón, tuve miedo que me sintiera. En la noche cuando el viejo roncaba tranquilamente en su cama ingresé a su cuarto. Me atraía conocer las fotos que miraba el viejo. Sí allí estaba sobre el mármol veteado la foto de la abuela Clara con su piel trigueña y sus ojos almendrados. Tenía el cabello cayendo raudamente sobre sus hombros. Adivinaba las hebras doradas y azabache enhebrados por aquellos hilos rebeldes de plata. Su boca suavemente delineada sin retoques ni arrugas. Hermosa. Al costado de la foto de la abuela Clara, estaba la sonriente carita de mi hija : Clarisa. Brillaba en la foto color que le habíamos regalado al abuelo sin sospechar que algún día la podía ver. Es una gurisa compradora.-pensé. A los pocos días los tres fuimos al fondo a trasplantar el manzano.
-¡Buelo lindo, blio lojo! ¡Buelo lindo blio lojo¡ ¡Pelo nego coti bacho blio lojo¡
¿Qué enredo es ese ¿ ¿Qué lindo enredo Clarisa?- lagrimeaba el abuelo observando los nardos , las juanitas y gardenias de la abuela Clara. Mientras la gurisa, su nieta corría tras de él repitiendo: -¡Pelo nego coti bacho, malo malito malo!










El Acto

 

He repasado estos días mis años de juventud. El contacto puro con la naturaleza; único bien. No, no es que me esté ablandando, pero reconozco también que fueron tiempos duros de lucha y estudios.

 Paseé por los clásicos, pero me quedé con los positivistas. A todas éstas teorías del pensamiento yo le agregué el influjo de mi feroz instinto. Me aproveché de Taylor y Fayol y hasta del mismo Freud. Pues, yo siento como un latinoamericano. Agreste aún, pero natural producto latinoamericano. Mis empresas se multiplican con los conocimientos adquiridos y mi nariz nunca pierde sus facultades.

Puedo decir que soy un tipo temible. Pero no es todo trabajo; estudio de la bolsa e inversiones, algunas veces luego de un buen partido de paddle – por supuesto ganados por mí – junto con el escriba, el mateador, Barranco y el teniente (mis amigos) – nos extendemos en largas pláticas en el club. Pláticas que van desde el amor, el deporte y las ciencias. ¡Ah! Les explico que a Lucho le decimos el mateador pues es el vicio que trajo de la estancia de su padre.

 Barranco seguía insistiendo este día con el tema de la semana pasada, los obreros y su rendimiento. Presentaba una opción de charlas y parlas con ellos a fin de motivarlos, si es preciso crearles un mundo a su medida, un mundo totalmente estructurado como el de la rata de Skinner. Comer, trabajar y dormir… ¡No, no! Se opuso el escriba – sería más fecunda la tarea si se ajustaran los resortes burocráticos. Que cada papel y lápiz que se use en la oficina esté previamente registrado. Si se gasta un solo papel de más, descontárselo al empleado. Con esto, el teniente estaba de acuerdo y le agregaba el rol del respeto y la disciplina que debía existir sobre capataces, supervisores y gerentes. Muchos beneficios sociales – decía – atentan contra la cadena de mando, cuanto más se humaniza la función se pierde el liderazgo de los jefes de sección.

 Para Lucho -el mateador- todo estaba bien, nada le afligía, sólo comer y dormir, las riquezas le habían llovido, primero la herencia del abuelo y luego la de su padre. Hijo único; ni por un caramelo  siquiera tuvo que esperar. Podría ser su naturaleza, su yo interior, somático y tonto.

Yo por mi lado impongo un frío respeto. Mi fuerte mirada siempre acalló cualquier conato de rebelión. Me gusta oler el miedo despedido por los cuerpos sudorosos. Para mi la empresa es una forma de subsistir, un desafío continuo, parte de mi naturaleza; más que el sexo. Como si se me fuera la vida en la apuesta. Barranco nos recordó el acto al cual estábamos especialmente invitados. Luego de adecentarnos en el mismo club que nos cedió los trajes para la ocasión, portando los infaltables diplomáticos, nos introdujimos en el “mercedes” que nos esperaba en el portalón. Le tiré una moneda al botones que nos abrió cortésmente las puertas, tomé un Lucky Strike y mientras avanzábamos me recreé en los paisajes con los cuales jugaba mi mente. Me sobresalté cuando oí el sonido del tambor, el remisse aparcó lentamente y nosotros nos fuimos caminando por la calzada. El desfile ya había comenzado, las doncellas – reinas de los carros se veían a los lejos saludando con las manos en alto. En la primera esquina un grupo de jóvenes nos miraban y tapándose las bocas sonreían. Sentimos una inmensa felicidad por ese primer reconocimiento. Tras ellos por la acera caminaban los obreros, gauchitos con caballos de bolsa de arpillera, payasos y murgueros. Todos nos aplaudían. Me pareció que a Barranco los mocasines le quedaban un poco ajustados. ¡Oh Dios! Sin ser creyente no pude reprimir la exclamación al ver quien me aplaudía. Tal como lo imaginara, con su túnica morada, sus sandalias de cuero y su mirada de fuego. El consejero, pidiendo una y otra vez reconstruir su capilla, arengando todavía contra el fin del mundo. ¡Si era el beatito! A veces lloraba tirado en el suelo, pero zorro en cuanto nos descuidamos tomó a Luzbel de la mano y se fugó con ella. Pero nosotros debíamos cumplir con el acto por sobre todas las cosas. Tirando serpentina al centro de la calle, lo ví al indígena, al hijo de las ceibas. Tabaré el de ojos azules y melancólicos, sus plantas libres de calzados olían aún a chircas y macachines.

¡Nadie es totalmente libre – le grité! Luego se perdió en la orgía lúdica. Los jóvenes eran quienes más nos aplaudían por suerte, al teniente le brillaban los ojos lujuriosamente. Recostado a un poste del alumbrado, mustio y severo estaba él. Tenía la mirada esquiva y el pelo negro cayendo sobre la frente. Facundo, con su barba cerrada y el gesto fiero del tigre de los llanos. Permanecía iracundo a pesar del tiempo. Me gustó que permaneciera así.

Fue un bárbaro, un loco, adivino, líder, no se… Por única vez sonrió tal vez adivinando mis cavilaciones, me pidió un autógrafo y con gusto se lo di. En el palco oficial sonaban los aplausos y nosotros casi no entrábamos en los trajes. Lucho se pasaba la lengua por los labios sedientos, hacía mucho calor. El gaucho fiero quedó atrás con el poncho atravesado en el hombro. El maletín pesaba en mis manos y erguidos continuábamos por el centro de la calzada. Pasacalles y serpentinas multicolores de nylon adornaban la calle principal. De los parlantes se escapaba la música, pegadiza y ligera despertaba los sentidos más ocultos y recónditos. Fue entonces cuando lo ví por primera vez y nuestras miradas chocaron en el espacio vacío.

Aunque vistiera sencillamente lo hubiera reconocido al supremo. Al que le faltaron plazas, calles o muros para grabar su nombre. El padre de todos, dueño de vidas y sueños, doctor y no rey por carecer de cuna. Me encaró y con voz ronca preguntó por sus restos, como si a alguien le importara, Tal vez podían estar en el muladar o en el cajón de fideo – le contesté – así triste moviendo la cabeza vacía se alejó. Barranco se atoraba por cantarle loas pero hubiéramos sido injustos con los demás… Cierto que a nosotros lo justo o lo injusto poco nos importa, como lo legal o lo ilegal. Nos importa solo cuando resultamos ser nosotros los perjudicados.

Los jóvenes seguían allí cada vez eran más, había envidia en sus ojos, y algunos niños se les unieron, nuestros sucesores – pensé – algún día el acto será vuestro… Lo que me llamó poderosamente la atención fue ver al escriba contento saludar a alguien en el gentío de la vereda. Lo reprendí, ya casi no podíamos respirar por nuestros trajes y al saludar así rompía la mística del acto. Enojado clamó por aquel vestido humildemente con el carterón de cuero como bandolera. No sentí piedad al conocer al cartero del Coronel. El telegrafista que al fin le traía la carta que le daría de comer al Coronel, su mujer, e inclusive compraría maíz del gallo. Si el Coronel tendría quien le escriba, no pude sensibilizarme pero el escriba bajo sus lentes de aumento tal vez intuía luego de sus experiencias en las montañas de papeles y ligazones, la verdad. Me pregunte si la verdad era la que ostentaban los que de la acera nos aplaudían tirando papelitos y serpentinas festejando el acto. ¿O éramos nosotros embutidos en nuestros trajes mundanos?  Lo mire al mateador a no ser por la sed y la misma picazón que nos daban los trajes, diría que estaba inmutable. Pero la reunión llegaba al clímax, el fervor de la gente, los aplausos, hizo subir la temperatura ambiental. Cada centímetro de mi piel parecía multiplicarse debajo del ropaje al sentir los aullidos del palco enloquecido por nosotros. La música firme y pegajosa nos seducía impúdicamente y subvertía nuestras conciencias haciendo caer caretas… Vi entonces al teniente asomando su escamosa cabeza de lagarto, Barranco vil loro se acodaba para alcahuetearle y el escriba rápidamente desprendió uno a uno los alfileres de su rostro descubriendo sus orejas de ratón. ¡Al fin lo veo claro! Estos tres pueden aliarse en la lucha volteé hacia el mateador y me encontré con sus ojos de oveja. Y no pude aguantar más, uno a uno retiré también mis alfileres, sudaba, solté mi cuerpo, mis músculos reventaron el traje mundano. Abrí mi nariz y por sus aletas se coló el olor de la pradera y me reencontré con mi instinto. La sangre libre rompió las presas que la detenían. Podía saborear en mi boca la carne fresca y los miedos de Lucho, fácil presa. El desafío de enfrentarme al teniente y al Barranco hizo crecer mi adrenalina y el latido de mi poderoso corazón. ¿Pero no será mejor estudiar bien a Lucho y al escriba? ¿Tal vez sean mas peligrosos que el teniente y Barranco?...No importa si supe vencerme yo mismo por tanto tiempo!... Mi melena cayó raudamente, lujuriosamente brillante, entonces pude respirar bien… ¡qué alivio!... ¡al fin!... con cada centímetro de mi piel de león!


 
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