Poesía en acción
  TALLER DE LITERATURA
 


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TALLER DE LITERATURA



TRABAJOS EN PROCESO. Son esos proyectos en los cuales trabajo. Que muestran como voy día a día construyendo...Como esta mini novela que le puse de nombre Guyunusa. En honor a aquella mujer indígena que fuera "vendida" a Francia con complicidad de nuestro gobierno. Espero escribirla día a día, poco a poco. Ustedes podrán aportarme lo que deseen e incluso sus criticas serán bienvenidas.Es una novela de ficción con base histórica.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
           GUYUNUSA
 
 
                
               Una mujer Charrúa
 
 
 
 
 
 
 
 
 
           Guillermo Bertullo Santillán
 
 
 
                     1er.capítulo
 
   Corrieron las viejas embadurnadas de tiznes y tufo de humo. Traían Brazadas de leña y se perdieron entre las galerías sombreadas de los arrayanes. Esquivaban con habilidad las tetas punzantes de los viejos tembetaris y se arremolinaban con sus pesadas mochilas de preocupaciones. Desde una aripuca llegaban los gemidos. Un grupo de urracas azules tironeaban con sus picos en el suelo una tirita de grasa de carpincho. Rodeando el fogón con la estreve se asientan en los garrones dos o tres ancianos. Mustios y cabizbajos conversan. Son voces suaves y cálidas. Casi arrancadas de sus entrañas. Cada tanto dibujan con sus dedos en el aire. Todos comprenden. Todos escuchan. En la aripuca de varas de guayabos se escucha el llanto. Es el llanto de la vida. Una india matrona envuelve en unos míseros trapos-restos de una guerrillera azul- una niña. La trae como si fuera la mayor de sus reliquias. Así se las muestra a los viejos. Sus rostros impávidos no se alteran en ningún instante. Las viejas más allá se preocupan. De la maleza surge un mozo esbelto. A pecho descubierto de ancho pectorales y con apenas una prenda de gacelo atada a su cintura. Avanza curioso. Desconfiado. Se arrima a la vieja e impaciente hurga en el envoltorio. Sus ojos enjutos recorren el pequeño cuerpo. Mira aquellos ojitos inquietos que le observan atentamente. También curiosos. Lo hipnotizan las manitos de palmas rosadas. Y a ella la tez oliva de su padre. El pequeño cuerpo descubierto al aire matinal se eriza transformándose en pequeños terremotos que le recorren de pies a cabeza. Su boca le sonríe. Un pedazo de ombligo le cuelga como un pingajo inútil envuelto aún en resto de sangre. Él se detuvo en la pequeña grieta. Se sorprendió pero su turbación no fue impedimento para alejar con un gesto a la vieja que se volvió a la aripuca con la niña recién nacida en brazos. Y se incorporó a la ronda de los viejos. Tomó una de las varas labradas que sostenían un bagre asado y comenzó a comerlo con fruición.
   Corría el año 1806. La Banda Oriental estaba lejos de ser civilizada. Más se parecía a un animal salvaje con su cuero y pelambre encrespado. En algunos lados se producían alianzas y acuerdos pero los conquistadores ondeaban sus banderas en los Torreones de Montevideo. Y aquella campiña era patrullada por los ejércitos europeos. Las haciendas de los terratenientes con títulos nobiliarios aportaban buenos impuestos a la corona española.
   Así en una isleta de monte nació Micaela. Micaela Guyunusa le puso su madre. Su padre ese mozo que la tuvo en sus brazos se fue monte adentro. Los hijos eran siempre bienvenidos pero ellos precisaban varones fuertes. Las gurisas eran más débiles y solo servían para el trabajo y la búsqueda de alimentos. Pero realmente un hijo varón bendecía a la familia. Le daba el oxígeno que necesitaban para seguir sobreviviendo. Y su estirpe era combativa, guerrera. Era Chónik de esbelta figura, de la honda certera e incansable en la carrera. Tan sólo un hombre Pampa o Guaycurú podía allegarse su talla guerrera. Nunca podrían ser confundidos con los Caribes padres de los Guaraníes y los Tupís. Todos ellos taimados y ventajeros sin fuerza en sus piernas, ni apresto en sus brazos. No, no era desamor el que no se sintiera feliz por la llegada de Guyunusa. Ellos se sentían la raza maldita y llevaban a cuestas las últimas quimeras. Habían dominado el it (fuego) antes que cualquier raza en esta tierra y podían llevarlo en su bolsa a través de las llanuras. ¡Nadie podría apagarlo! ¡Ni siquiera el Sabiá podía cantar en las mañanas sin su permiso!
  Y Micaela Guyunusa fue instruida para la caza, la competencia, el uso del arco y las bolas. Por eso, ella lideraba la pequeña chusma de gurises. Corrían por los médanos del arroyo negro, gurises y perros en loca bandada. Pergeñaban juegos y colectaban alimentos. Con sus lanzas de varas afiladas atrapaban las rayas overas en los barrizales. Con los pequeños cuchillos de piedras la desarmaban con cuidado. Es que el pez tiene una chuza de hueso dentado que es capaz de cortar músculos y tendones a quien se descuide. Luego del desarme la cuereaban prontamente dejándole las largas estrías blancas de cartílagos con sus pulpones. Mientras saboreaban los ricos ubajai o los cogollos de los ceibos, a veces eran su única comida en las mañanas. Aunque en la colecta podían encontrar las conchas enterradas en la arena o el rico berro del arroyo. También podían perseguir mirando las pequeñas pisadas en la arena a las tortugas y así descubrir el lugar donde enterró sus huevos. Estos eran un lindo manjar y se los engullían muchas veces así nomás con un poco de chicoria del arroyo. Armaban una pequeña bolita en su boca con la hierba y luego poniendo la cara al cielo rompían los huevos redondos y blancos en sus bocas.
   Pero a veces las cosas no eran tan fáciles. Un día se les ocurrió asaltar el nido de una pareja de chimangos. Los atraían aquellos huevos manchaditos, pese a que sus padres se los prohibieran pues no querían huevos de aves carroñeras. Las respetaban por su forma de cazar a la presa. Al igual que él águila mora eran sagrados. Los veían girar en círculos emitiendo un pequeño pero penetrante chillido con lo que buscaban poner nerviosas a la presa. Los ratones, o apereás se movían por los laberintos de pastos o en las ramas de los árboles. Movimiento que captaban las aves y que quedaban como suspendidas en el aire. Fijaban bien sus miras y entonces como saetas emplumadas se largaban en picadas hacia el pequeño mamífero. Lo aferraban con sus dedos afilados y confiados elevaban nuevamente vuelo para comerlo en un lugar cómodo o dárselos a sus pichones.
   Pero a Micaela le atraían esos huevos que avizoraba en la copa de aquel Molle viejo. El nido del chimango es muy pobre. Sólo son un pocos palitos trenzados en la cumbre de una rama. Y allí la llevaban sus piernas flacas, alentadas por sus hermanos y perros. No le llamaban la atención los matecitos verdes que encerraban los urticantes tábanos. Ni las chicharras con sus timbales abdominales que despertaban la siesta. Ella quería saborear aquellos huevos. Se irguió en la horqueta gruesa y espinuda de donde se desprendía la última rama. De ella pendía el nido con sus tesoros. Conteniendo la respiración hacia allí fue. Abajo los niños y los perros le miraban anhelantes. Daba pequeños pasos vacilantes y la rama se bamboleaba pesadamente. Pero así y en puntas de pies podía divisar el rico alimento. De su cuello pendía con unas tiras de cuero de nutria una pequeña bolsa con la felpa para adentro. Allí los huevos tendrán un nido momentáneo. Luego junto al arroyo se aderezarían en las brazas de un pequeño fuego. ¡Eso si debería corretear a los gurises! Y los retaría a realizar alguna otra hazaña. A robarle los huevos a las pavitas del monte de Doña Esculapia. Ella sabía muy bien donde las pavas de la vieja hacían su nido. Allá en las ramas bajas de los mataojos. Pero también sabía como dolían los lonjazos del rebenque de Ña Esculapia -como le decía su madre cariñosamente. Pensando en eso le hizo olvidarse de las pequeñas pinchaduras que recibía y también de los guardianes del nido. Los Chimangos son aves rapiñeras. Van lejos a buscar ratones de campos o culebras que aferran con sus picos acerados. Vuelan alto en círculos hasta que divisan a la presa y luego realizan un vuelo en picadas rasante al suelo tomándolo con sus patas poderosas. Luego usan el pico como una herramienta para quebrar huesos o desollar a la víctima. Mientras uno va de cacería el otro vigila. Las alas batarazas hicieron un torbellino de golpes en la cabeza y espalda de la niña. Las garras afiladas se enredaron en su cabello renegrido. Golpeaban sus picos con gran alharaca. Y fue la sorpresa lo que le hizo perder el equilibrio a Micaela. Cayó como caen los Ubajay maduros cuando le sacuden el árbol. Cayó sobre las pequeñas margaritas coloradas, rodando y perseguida. Fue un golpe duro contra el suelo alfombrado de macachines amarillos y esas tiernas margaritas que nada pudieron hacer por ella.           Recordaba la presencia adusta y furtiva de aquel guerrero que la tomo en sus brazos. Era su padre. La llevó al centró del médano donde brillaba la hoguera. Se inclinó paternalmente le parecía un ñandubay. Ese árbol agreste de fruta agridulce que las ñanduces se disputaban. Un árbol de tronco y ramas rudas pero que se volvía felpa de lobito de río acunándola. Dejó a la niña en una cadera de vaca cubierto de un cuero de aguaraguazú rojizo. Con sus diestras manos se untó de cenizas y grasa de lagarto. Luego con esta mezcla comenzó a frotarle las piernas y pies lastimados por cientos de espinas de molle.
   Guyunusa también recordaba el día que cazaron el Tuyú lambeta. Este reptil se metía en las tardes en el campamento a hurtar los pichones de aves que ellos tenían atados de reserva. Pero las huellas de sus patas y la cola dejaban una estela en la arena. Allí bajo la grota de espinudos talas estaba el ladrón. A la hora de la siesta con los otros gurises prestos sus arcos se acomodaron dentro de la espadaña. El sol incandescente les hacía deslizar ríos de agua salada por las manos. Miríadas de mosquitos y moscas bravas hendían el aire a su alrededor. Pero ninguno pestañaba. Cada tanto de sus cuerpos cobrizos exhalaban un tenue soplo. Tenían tensos sus arcos con sus afiladas puntas de pedernal. Lo primero que vieron en la puerta de la cueva, fueron las pequeñas piedritas de tosca blanca que se deslizaban lentamente. Luego fue la cabeza escamada, con la lengua bífida tanteando el aire a su alrededor. Poco a poco fue tomando confianza. Era un hermoso lagarto recién pelechado. Sus colores brillantes se mezclaban en aquella naturaleza exuberante y rica. Cuando avanzó por el médano una lluvia de saetas surcó el aire. Se clavaron a su alrededor. Apenas lo rozaron. El reptil levanto la cola y se dispuso a correr a su guarida. Un dardo veloz adornado con plumas de espátula rosada sesgó el espacio con gracia. Como la gacela elegante que atraviesa el monte. Se incrustó en el tronco que sostenía la cabeza del lagarto que se revolvió en la arena caliente dando giros. Despidiendo chorros colorados de su sangre fría. Guyunusa fue la del certero lance. Adrede esperó el final agotando la paciencia de la espera. Y así evidenciar la inutilidad de sus acompañantes. Y mostrar su habilidad en un tiro a aquel objetivo en movimiento. Le gustaba hacer alarde de su maestría. Por eso se acercó con lentitud, arrastrando los pies en la arena. El animal aún se revolvía cuando lo desolló cortándole la cabeza con el pequeño cuchillo de silex. Era una buena pieza. Lo puso sobre su hombro y caminó con el hacia el arroyo. Allí lo colocó encima de unas piedras planas y le sacó sus vísceras sin ningún miramiento. Diestramente le extrajo los pulmones rosados del animal que mostraba sus redes de nervios y vasos. Metió un dedo dentro de ellos estirándolo y volviéndolo una diminuta bolsita. Luego tomó la grasa amarillenta del abdomen y la introdujo en aquella bolsa. La carne, el cuero y esas dos bolsas de grasa eran sus trofeos. En unas varas labradas de chal-chal ensarto varias veces al reptil y lo dejó encima del rescoldo. Allí no lo robarían las comadrejas. Al cuero lo ató con tientos a un guayabo con su parte interna al aire. Inmediatamente de la nada se vinieron las urracas a retirar los restos de la carne blanca que aún pendía del cuero. A su madre le llevó las dos bolsas de grasa engarzadas con una espina de chañar. Ella luego la orearía con humo y así serviría para algún emplasto. Aquello con ceniza era lo que usaba su padre ahora como bálsamo en sus contusiones. Con ellas las manos de su padre se volvían suaves y calientes. Casi como el roce de la felpa del Lobito de río. La aletargaban sus caricias. Escuchaba en aquella tenue somnolencia el hipar de los zorzales hurgando entre el mantillo de la arboleda. Fueron pocos lo momentos con su padre, pero buenos.
   En su torso desnudo de niña se limpiaba la sangre de sus audaces fechorías. Tenía los hombros firmes y los brazos fibrosos se iban tornando en miembros de atleta. En una amazona. Pero allí arropada por su padre a la lumbre del fogón solo era una niña charrúa.
 
 
                                        2do.capítulo
 
Le gustaba chusmear a veces arrimada al fogón el cabildeo de los hombres. Se arrimaba como la culebra esmeralda reptando entre las ramas. Ellos tomaban mate en enormes calabazas con hojas de yerba que colectaban de los árboles en las orillas del Uruguay. Se contaban noticias de otros lugares que venían a veces flotando en el río, o que traía el viento. Ellos solían interpretar el “balido” de los nutriones encima de los embalsados. O las marcas de las cornamentas de los venados en los gajos de los guayabos. Allí fue que escucho por primera vez hablar del “Hombre”. Hablaban de él con respeto. Le sabían inflexible. Ella no entendía si hablaban en realidad de un guerrero o un demonio. Pues de las palabras de los viejos colegía que este los había perseguido en algún tiempo. A veces creía que hablaban de un hermano pues contaban correrías realizadas con él boleando ñanduces. En algunas oportunidades les había arrimado unos “cebuces” para su alimentación. Además lo vestían de muchas maneras como un gaucho o como un soldado. Podía hablar el idioma prohibido y matear. “El que nunca se rinde” comentaban las viejas. Siempre intentaban saber algo de él. Lo veían en las sierras o en algún río. Conduciendo algún piquete de línea o en alguna California. A veces algunos negros sublevados se arrimaban a las aripucas y traían noticias de los poblados. Fue en una de esas oportunidades que andando en los pajales buscando mulas, se encontraron con una yunta de negros. Estaban ateridos y aterrorizados. Habían hecho una nidada entre las pajas mansas. Los guerreros los sacaron a punta de lanza y los llevaron al campamento. El era un joven moreno casi azul, pero bien fuerte. Tenia cierta hidalguía en su mirar. Y en sus brazos algarrobados llevaba tatuajes vistosos de guerrero. Y de su nariz colgaba una argolla de metal. Ella era una morenita jovencita casi una niña. Tenía sus motas arregladas debajo de un sombrero de fieltro. Un vestido harapiento que dejaba ver parte de su desnudez y un pequeño mono (atado de ropa) que cuidaba como a un tesoro. Venían descalzos los dos. Y en sus pies las ampollas ensangrentadas atraían las moscas. Ambos lucían en las paletas unas marcas de hierro ya cicatrizadas. Un tanto atemorizados y en un idioma ininteligible intentaban decir de donde venían. Se les sabía escapado de algún dueño bravo. Luego al correr de los días Guyunusa fue entendiendo a la negrita. Tenían un idioma musical, atropellado como el agua del sangrador cuando vierte dando un salto en el arroyo. El moreno era su marido pero el patrón los había negociado por separados para otras personas. Por eso se habían escapados. Le gustaba verla asearse en el vado. Al contacto con el agua su piel azulada se tornaba brillante. Como las escamas de la vieja del agua. Todo tornasol. Los senos duros de la morenita se parecían el fruto del canelón, cuando  caen sabiéndoles maduros. Los labios gruesos que adornaban los dientes blancos como maíces. Estaban pronto siempre para una sonrisa. Esos negros sabían reír y cantar. Luego de tomar unos tragos de vino de miel les gustaba danzar cerca del fuego. Movían el abdomen con un ritmo imposible de seguir. El viejo Cipó les daba sones golpeando el tronco hueco de un Francisco Alvarez y ellos reían mucho. Caían en un frenesí que los transportaba fuera de sus cuerpos. Luego la ladrido y peleas de los perros volvían a la realidad y quedaban tirados en el pasto abrazaditos, resollando…Ella le enseño a la negra a construir sus propias vasijas de barro. A mezclar primero la tierra gredosa con antiplasticos (pastos y arena) y hacer pequeños rodetes con sus manos. Luego los unía haciéndolos girar, alisándolos con pequeños cantos rodados y agua. Babusa – como le llamaron a la negrita- iba armando y desarmando construcciones de barro, pero siempre con una sonrisa en sus labios. Y esa risa cantarina que hacia ponerse celoso al rey del bosque que se arrimaba a curiosear en las mañanas. Guyunusa y los otros gurises moldeaban el barro como algo natural. Era un viejo oficio aprendido de unos viejos Yaros. Pero Babusa era todo un caso. Se llenaba de barro y terminaba haciendo muñecos gordotes. Lejos de las tinajas u ollas. Tenía habilidad para crear eso monstruos de ojos y bocas horrendos. Que sacaban de su cuerpo varios brazos abiertos. Mujeres con largos senos que se extendían hasta el piso. Mientras los iba haciendo les hablaba con respeto. Tal como si fueran Sepés.
Las vasijas de Guyunusa y los gurises luego de oreadas eran depositadas en un hoyo de la arena. Sobre ellas se depositaban brazadas de de leña de algarrobo y espinillo que colectaban en las cercanías. Luego invitaban a Tero-tero- como le decían al negrito- a encender el fuego. El intentaba sin lograrlo sacar llamas de las piedras como veía a los guerreros. O con la piedra madre y su hoyuelo. Poniendo una vara labrada de guayabo en su interior y frotándola rápidamente con las manos. Se iban calentando las pequeñas briznas de hierbas y se soplaba lentamente sin dejar de frotar la madera con la piedra. Babusa se burlaba alegremente de Tero-tero. Este abandonando la tarea la correteaba entre el barrizal y terminaban abrazados, besándose en el agua rodeados de mojarritas curiosas. Ellos les enseñaron canciones y el uso de pequeños instrumentos musicales. Con cualquier objeto hacían su música. Con los cacharros de la cocina, con los pedernales e incluso con los dientes como los capibaras. Pero lo que mas le intrigaba a Guyunusa era de donde provenían ellos. ¿De donde?
Un día, sentados en la barranca del arroyo pudo investigar un poco. Haciendo una línea en la greda ella le fue mostrando cómo era su río. Con varias líneas sinuosas le mostró el mar y más allá colocó una cruz y unos pequeños ranchitos. Esa era el lugar de donde venían. Le mostró animales extraños y gigantes. Guyunusa se daba cuenta que Babusa exageraba. ¿Cómo iban a existir esos animales con trompas más largas que una lanza? ¿Con colmillos blancos y más grandes que un hombre? ¿Con esos corpachones más grande que la aripuca del cacique? Quien se podía creer que en los ríos nadaban lagartos-tuyu que se podían devorar a un hombre entero. Decía que las ñanduces ponían huevos tan grandes como una calabaza. ¡Estaba loca Babusa! Y terminó la conversación cuando hizo aquel dibujo mostrando ese animal de cuello enorme. Que de pie podía con solo estirar el cuello, comer las frutas de la copa del nandubay más grande del monte. La dejó conversando sola a Babusa. Sola con sus locuras. Era una buena amiga pero deliraba y agrandaba las cosas. Y ella tenía la paciencia de su raza pero esto ni el sepé  lo aguantaría.
Lo cierto que con Babusa aprendió algunas cosas y ella le enseñó otras. Un día cuando encontraron un huevo guacho de ñandú , le enseñó a aderezarlo y cocinarlo. Le dio unos pequeños golpecitos en unos de sus extremos usando un percutor de piedra. Logró hacerle un orificio luego por él con una rama de arrayán comenzó a batirlo. Le agregó unas hojas de chicoria en trozos, pedacitos de charque seco, y otras hierbas y una pizca de sal que la negra traía en su bolsa. Una pizca pues el charque seco y ahumado ya poseía sal. Luego fue asando el huevo en el rescoldo del fuego. Lo manejaba hábilmente con unas varas labradas. Todos, Guyunusa, los gurises, los perros, Tero-tero e inclusive los guerreros esperaban ansiosos la terminación de aquel experimento culinario. Esperando ese asado fue que Guyunusa volvió a escuchar las noticias “del que nunca se rinde”. Uno de los Chanás- Timbú que había llegado al galope al campamento les contaba. Primero se dijeron sendos discursos de bienvenidas entre los hombres, tomados de los brazos. Estas manifestaciones recordaban viejas hazañas. Hablaban en Guaraní-aunque no les gustara- pues el idioma prohibido sólo era reservado para los de su tribu. Asi supo “que el nunca se rinde” venía vadeando el río Uruguay. Venía buscando parlamentos, al tranco y con el demonio en la vaina. Traía unos pocos hermanos, y algunos hombres azules.
Babusa retiró el huevo de ñandú y con habilidad comenzó a descascararlo. Salían ligeras volutas de vapor de entre sus dedos y un tufillo agradable envolvió a los curiosos. Guyunusa le arrimó un pequeño cuchillo de piedra con mango de madera. Aunque tenía de hierro optó por lo tradicional por la importancia del acontecimiento. El silex en la mano de Babusa hendió el huevo blanco, trozándolo en rodajas calientes. Sobre hojas de camalotes bombitas les fue dando una a una las rodajas a los pretendientes. En silencio y con desconfianza comieron. Primero tímidamente y luego con ahínco. Los ojos de Babusa bailaban siguiendo los gestos de cada uno de los comensales. Sus dientes blancos y fosforescentes brillaban en la semi oscuridad. Se asomaban en esa su boca relajada pronta para la risa. Guyunusa se quedó encantada con aquel sabor, mientras los perros cimarrones se peleaban por lamer las cáscaras abandonadas. Aquella noche luego que las pequeñas y saltarinas pulgas de la arena saciaran su hambre se durmió. Soñó que del tajo del cerro venía cabalgando “el que nunca se rinde”. Venía flotando por la orilla de la laguna erizada de juncos. Su poncho ruano soltaba sus flecos al viento y  su caballo (que se le antojó lobuno) pifiaba en el barrizal. Elevando chijetes de barro y ranacuajos. Que a poco de caer en el césped se agigantaban y trepaban la pradera con sus saltos acrobáticos. Sus croar alertaban los perros que alegre alharaca se unían a la fiesta, ladrando y moviendo sus colas…El gigante centauro arrimó su caballo a donde se encontraba ella-trepada como siempre en el ceibo viejo-y con la mano le arrimó un manojo de ricas moras…
 
Al amanecer las gallinetas gritan en el juncal. Los perros con sus pelospinchos mojados se estiran de patas y manos desperezándose. Las ratoneras marrones se cuelan por las enredaderas esquivando las púas de los árboles. Un remolino de caballos le llamó la atención a Guyunusa. Junto al fogón, cabizbajos, alimentándose entre los vahos del amanecer están los hombres. Hoy es más grande la rueda. Le llama la atención uno de los individuos que comía con ganas de una cáscara de mulita Ponía toda la atención en ello. Era de brazos fuertes y manos grandes. Sobresalía por su estatura en la reunión, aunque estaba sentado en un banquito de ceibo. Sentía una enorme curiosidad por verle los ojos. Pero estos se ocultaban bajo un chambergo negro. Y ella no podía arrimarse a donde los mayores cabildeaban. Comenzó entonces a armar una pequeña hoguera. Mientras se calentaba las manos vio a a Babusa que llevaba algo entre sus manos hacia los caballos que se revolvían mañados a lo pampa. Siguió a la morena. Allí junto a un Chal-chal , se hallaba maniatado un soldado. Tenía insignias en sus hombreras y en su casaca aún brillaban los botones dorados. La cabeza con cabellos húmedos y oscuros pendía sobre su pecho. Al notar la presencia de la negra, se sobresaltó. Tenía la faz pálida y los ojos temerosos. Babusa sin miramientos le dio unos sorbos de mate que el prisionero acepto de mala gana. Había resentimiento y repulsión al ver que la negra sorbía del mismo mate. Y Babusa relajada abría sus labios carnosos mostrando sus dientes nacarados. Poco a poco vinieron los colores a la piel de aquel soldado, pero sus ojos seguían fieros.
Toda la mañana parlamentaron los hombres junto al fogón. Después fue una febril levantada de campamento. Por entre los cuerpos de aquellos gauchos pudo divisar a un negro de pelo de alambre, se frotaba las manos y se las escupía esperando…Con los ojos vivarachos pedía la orden de degüello. Afilaba un puñal cabo de guampas y miraba al hombre joven que conducía a aquel piquete. Este tenía una mirada adusta- recordó Guyunusa al emponchado que comía junto al fogón en la cáscara de mulita- sin prestarle atención al moreno. Tomó a su caballo ensillado de las riendas, ágilmente montó y se deslizó al tranco por la orilla de la laguna. Atrás le seguían otros gauchos vestidos como él y en la retahíla llevaban atado al prisionero. Babusa le comento al oído: -ahí va “el que nunca se rinde”- Un par de horas después toda la tribu se metía en el trillo de los gauchos. Adelante iban los guerreros bien armados con lanzas, arcos y bolas. Atrás iban las mujeres, ancianos, niños y perros llevando las aripucas desarmadas a las espaldas. Varios días fueron así vadeando cañadas y serranías. Los gurises con los perros cazaban mulitas y tatuces. En los palmares colectaban los cocos amarillos y dulces. Trepaban con habilidad los troncos ásperos haciendo uso de fuertes tientos. Estos tientos como maneas en sus pies y manos les servían de escala y cumplían su tarea rápidamente. Así pasaban sus días. Alguien a veces venía al galope trayéndoles un costillar de vaca o una picana de ñandú. En las noches se veían los fogones luminosos de la avanzada. En una oportunidad llegaron a pocos metros del campamento de los hombres. Había allí un gran parlamento con otras tribus y algunos libertos. Entre los morenos vio a Tero-tero conversando “con el que nunca se rinde”. La consumía la curiosidad. Debió esperar largo rato a que los esposos se reencontraran y se hicieran unos mimos bajo un amarillo que amablemente los recogía. Cuando la vio preparando el mate la interceptó. Esta le contó que los conducían a una parroquia cerca del río Yi , para el bautizo. Grandes y chicos debían bautizarse allí en la Villa San Pedro del Durazno. Hacía allí avanzaban en forma lenta. Por fin llegaron al caserío. Entraron por la polvorienta calle real. Los ranchos de terrón se desparramaban a los costados. Le llamaban la atención ver esos perros de distintos colores algunos chiquitos y garroneros. Y aquellas gallinas que no volaban que piaban cerca de los paisanos. Tenían que lleva sujetos a los cimarrones para que no se lanzaran a la pelea. Todas las casas tenían sus postigos cerrados. Y los pobladores solo aflojaban las miradas cuando reconocían entre ellos “al que nunca se rinde”. Este se paseaba con su caballo controlando a todo y a todos con su mirada severa. Antes de llegar a la plaza mayor, en un baldío plantaron sus aripucas. Clavaban sendas varas en el suelo y sobre ellas extendían rápidamente las corambres asegurándolas con pequeñas estacas y tientos. Tientos sobados con pilones de piedra. Para Micaela Guyunusa fue todo un acontecimiento el día que los llevaron al bautizo. Le llamo la atención la liturgia. Esos cánticos parecidos a los que entonaba Babusa, pero con menos ritmo y menos alegría. Miraba los íconos en las paredes y aquel hombre de rostro agonizante en el madero. Se le impuso aquella cabeza inclinada de ojos lánguidos y suplicantes. El cura parroco no era muy afecto a los negros ni a los aborígenes pero bajo la atenta mirada “del que nunca se rinde” realizo los bautizos sin problemas. Solo se mostró un tanto duro con Ayelén la mestiza que con su guacho berreante a cuestas se paseo por la iglesia con sus tetas al aire. Se le escapaban miradas de reproche al cura. Es que el pequeño con hambre no sabía de Curas y de Iglesias santas. De allí salieron todos los gurises corriendo con los perros hacia el campamento. Los hombres seguían hacia el sur llevando al soldado español prisionero. Y las viejas organizaban un coro de llanto y agonías. El vientito de la tarde trajo una llovizna fría y pegadiza. Suerte que habían juntado charamuscas para atender el fuego. 

                                        Capitulo 3
 
En esos días de espera le gustaba acompañar al Abuelo Gualdemar por los cerros buscando piedras duras. Sabía que las que tenían el corazón colorado y veteado eran las más filosas. Con ellas Gualdemar hacia rápidamente los dardos en su taller improvisado debajo de una cina-cina. Se sentaba en el banquito de ceibo y pasaba todo el día golpeando piedras con el percutor. Les sacaba pequeñas lascas como escamas de mojarras e iba dándole formas a las puntas. Copiaba la cola de los peces y sus aletas para darle dirección y un buen encastre en las varas. Luego las guardaba en una bolsa de piel de capibara. El viejo conocía las piezas de metal, pero se resistía a su uso. El guaraní las usaba en sus flechas hurtándole a los gauchos y soldados sus ollas y enseres de cocina para confeccionarlas. Pero él seguía la tradición y las piedras abundaban. El guardaba un espeso rencor hacia estos que venían más allá del Paraná. Sabía cuan arteros eran. En sus días de rastreador cuando salía a cazar para su gente, tuvo varios encuentros con ellos. Cuando pensaba en ellos, sus nervudas manos como herramientas de hierro atrapan cuellos y los tuercen en el aire. Pues recuerda como hirieron y mataron a algunos de sus hermanos. Los veía pincharlos con sus lanzas mientras se encontraban en el suelo. Luego los dejaban desjarretados y desangrándose por los agujeros dejados en la piel. Ellos podían despenarlos rápidamente. Pero les gustaba verlos sufrir a los Charrúas. Gualdemar herido se arrastró hacia el arroyo y se cobijo debajo de un sarandí. Llevaba una flecha incrustada en su pecho y un bolazo en la paleta. Allí estuvo dos días lamiéndose sus heridas. El solo se sacó con cuidado la piedra afilada incrustada en su pecho. Los Guaranies habían acampado allí a pocos metros. Estaba acalambrado y aterido en el agua fría. Los pequeños peces venían en cardumen para alimentarse con su sangre. Algunas mojarras atrevidas le picoteaban las pantorrillas. El mantenía la respiración y se cubría con los Catayses y el barro. Sus enemigos allí cerca se peleaban por algunos trozos de charque seco. Pensar en el charque seco le hacía agua la boca. Tomaban aguardiente de un chifle de guampa. Se reían de los muertos y los vejaban. Gualdemar conocía el idioma Guaraní se habían sentido obligados a adoptarlo. Y marco en su mente a aquel hombre que jugaba con la cabeza de Malén su hermano menor. Había sufrido estoicamente en la lucha y ahora muerto sufría el maltrato del Caciquejo Guaraní. Un hombre que llevaba muchas cicatrices en su cuerpo fruto de luchas, pero que no sabía del respeto. Gualdemar de adentro del Sarandi podía leer en los ojos de aquel hombre. Ojos viciosos. Gozaba con el sufrimiento y la destrucción y el sufrimiento de sus enemigos. Con la punta de su cuchillo de hierro le sacó uno a uno los ojos de Malén. Los puso en la punta de una vara de guayabo y los fue dorando en la hoguera. Luego sin ningún miramiento se los comió. Gualdemar cerró los ojos para recordar al hermoso Malén. Lo veía correr a los charabones de berá en las praderas del Yaguareté. Elevaban los alones y los inclinaban de un lado a otro con cada esquive. Pero Malén se divertía y se reía alcanzándolos, mientras sus otros hermanos intentaban acertarles con sus bolas. Elegía el Charabón mas gordo y se tiraba encima. Luego volvía alegremente mientras el ave pataleaba bajo sus fuertes brazos golpeando el pico. Malén era el primero en avistar las Siriamas en los cerros cuando apuraba la hambruna. Era esbelto y fuerte, con una espalda de remador incansable. Con una boca voraz que engullía todo. Con unos ojos negros y chispeantes de alegría aunque el cansancio lo dejara tendido sobre los cueros. Siempre tenía voluntad para hacer una hartería. Enlazaba una lechiguana del chilcal  y lo arrastraba por todo el campamento muy campante. Viejas, viejos y gurises debían meterse con el agua hasta el cogote en el arroyo para que no les picaran las avispas. Así era Malén bravo en la pelea e inaguantable en la paz. Ahora allí escondido debajo de ese Sarandí colorado y mirando a pocos metros el cuerpo de Malén sufría Gualdemar. Se sentía avergonzado, responsable. Había sido culpa suya que los guaraníes los sorprendieran. Ya habían logrado caza suficiente para alimentar a las familias pero el dejando los venados en las horquetas de los Laureles, se fue tras del rastro del carpincho padre. Orillando el arroyo se fue atrás de los tres dedos que veía impresos en la greda. Estudiaba las bosteadas redondas amontonadas en las barrancas y el chorro fuerte de la orina del Capibara. Volvería con aquel animal para sorprender a sus hermanos. Ya se veía abriendo el vientre con su cuchillo afilado, para sacarle las vísceras y dejarlo mas liviano. Luego le pondría un palo de guayabo en el hocico, de un jémen de largo y así lo arrastraría por los sangradores. En el camalotal vio las pequeñas manchas. Y por el juncal había un trillo. Este capibara estaba manso y ya no se cuidaba en cubrir sus rastros. Vio el comedero en el carrizal. Avanzo con lentitud moviendo apenas el agua. Iba con la lanza en la mano apartando con leves movimientos la vegetación. Las nutrias apenas lo veían se hundían suavemente en el agua sin balar. Y las tortugas seguían durmiendo encima de los troncos secos sin notar su presencia. Se movía como las parejeras cuando pastorean las ranas. Con tenues movimientos llevando siempre el viento de frente. Escuchó el ruido de los mordiscos cuando troncha los carrizos. Era el sonido característico de sus dientes de marfil. De esas paletas duras y amarillas por el sarro. Si allí a pocos pasos estaba. Podía divisar la enorme cabeza asomando, mostraba sus pequeñas orejas redondas. Adaptadas para viajar sumergido varios metros en el agua. Gualdemar da un par de pasos más con la lanza encima de su hombro. Antes que ladre el capibara deberá lanzarle su jabalina. Mantiene la respiración, manteniendo dentro de sus amplios pulmones el oxigeno que acumuló. Todos sus sentidos eran utilizados en marcar el lugar exacto donde penetraría la lanza de punta de piedra afilada. El lugar sería la parte baja de la paleta del enorme roedor. Lo traspasaría al cuero, cortando músculos hasta encontrar el corazón. Fue el momento justo. El carpincho se detuvo a escuchar una fracción de segundos antes de que la jabalina le paralizara la respiración. Ni se dio cuenta del ataque aunque tenía impreso en su matriz: un fuerte instinto de supervivencia. Por ello su cuerpo enorme se accionó como un resorte, se elevo y zambulló en al agua. Tras de él fue Gualdemar, buceando en el agua oscura y las algas pegajosas. Nado entre las raíces de los repollitos hasta que estuvo en contacto con una de las patas del capibara. Este mecánicamente pataleaba. Tironeando de él lo arrimó al camalotal y frenéticamente comenzó a desviscerarlo. Su cuerpo húmedo palpitaba por los pequeños terremotos que recorrían sus músculos, que acostumbrados a la lucha aún tiemblan al influjo del esfuerzo. Lo arrastro del hocico tirando de la rama de guayabo aprovechando las corrientes y las hierbas flotantes. No se imaginaba que cerca de allí estaban descansando de sus correrías una veintena de guerreros Guaraníes. Que el griterío de las gallinetas y los teros habían alertado. Y ya estaban aprestando sus armas. Para estos fui fácil seguir el trillo de sangre y barro. El tufo del enorme capibara se metía por la espadaña y los juncos atrayendo hasta las moscas bravas. Y ahora se daba cuenta de su error. El condujo a estos Caribes a donde descansaban sus hermanos. Y estos come hombres haraganes vendrían tras sus trofeos de carne y pieles. Lloraría toda su vida la muerte de Malén. Pero aún débil y desfalleciente pensaba en su venganza. Ese pensamiento lo animaba, le pervertía y lo volvía en lo que nunca había sido: un homicida. El Sarandi sería su guarida y el barro su segunda piel-pensó- Se alimentaría de ese odio que le corroía las entrañas. No, su herida no le dolía. El barro había detenido el sangrado. No sentía sus piernas. Estaba entumecido. Por ello comenzó a ejercitarla empujando las raíces, una a una. Si tuviese una sola posibilidad atacaría a ese hombre. La noche con su gran poncho negro le permitió descansar su mente. Alrededor de la hoguera se juntaron los asesinos a recordar sus fechorías. Cuentan los cueros obtenidos, de onza, yaguaretés o aguaraguazú y en extensas charlas y discusiones se los reparten. El resplandor de la hoguera alienta extrañas reminiscencias. Parecía que muchos de sus hermanos andaban de correría entre las sombras montaraces. Era increíble que los Caribes no los vieran. ¡Si una de las siluetas era la de Malén! ¡Como si tuviera en la oreja el gusano malo!¡intentaba avisarle , pero la voz no le brotaba de su garganta! Algo le salpicó la cara y le hizo renunciar al sueño. Abrió los ojos y le vio a un brazo de distancia. Era el homicida. El cacique que se llevó la vida de Malén. Probablemente le dio sed el aguardiente y el charque. Y fue a tomar un jarro de agua del agua estancada en las raíces del sarandí. Los brazos de Gualdemar se irguieron llevando en sus manos la piedra afilada de la flecha que sacara de su pecho. Se la introdujo con placer inusitado en la garganta cartilaginosa del Caribe. Un chorro de sangre caliente baño el rostro de Gualdemar. Los brazos en movimientos erráticos del Guaraní herido llamó la atención de sus compañeros. La hoguera acentuaba las penumbras de los árboles. Aterrorizados solo atinaron a ver como ese ser mezcla de barro y vegetales se tragaba al cacique. Lo rodeaban las enredaderas de tayuyá y uña de gatos.¡ La tierra toda los castigaba! Tornaba vida las plantas vengando la muerte de aquel charrúa. ¿Eran los Dioses que venían enojados? ¡Eran guerreros templados aquellos hombres pero el miedo a lo desconocido pudo más! Huyeron en la noche como huye el aguaraguazú de su propia sombra. Sin mirar atrás y abandonando todo. Toda la mañana agonizó el Guaraní junto a la hoguera. Gualdemar parsimoniosamente lo velaba. Parecían dos sobrevivientes hermanados, sin saber a ciencia cierta quien era quien. Ambos con costras de barro y sangre en su cuerpo. Se notaba que aún intentaba respirar el cacique por los pequeños globitos rosados que se elevaban de su garganta. Mientras Gualdemar cortaba con su bisturí de piedra, pequeñas lonjas de la piel del homicida de Malén. Comenzó con la cara. En la punta afilada de una vara de Sarandi se las ofrecía a las Urracas. Estas atrapaban aquella comida en tiritas y armaban un alboroto. La cara del hombre era una masa informe de carne y grasa. Ya se iban asomando los huesos faciales. Por el agujero de su traquea se iban los suspiros en pequeños silbidos agónicos, ahora salpicados de sangre ennegrecida. Suplicaba con los ojos. Pero ya Gualdemar, estaba como cuando el Uruguay sale de su cause arrastrando hombres y ganados. Sin piedad. Y seguía una rutina mecánica, despellejando orejas, nariz y dedo por dedo. Luego se los ofrecía a los pájaros. Un par de estas Urracas de afilados picos, de lomos y copete azulado y vistiendo una pechera amarilla, se disputaban unos de aquellos grotescos dedos. Ya sin respeto algunas de las calandrias se paseaban por encima del cuerpo del Guaraní. Este no podía creer que era parte de su cuerpo aquello que las aves se disputaban. Así cerca del medió día un par de estertores que movieron el espumarajo rosado convirtiéndolo en una nubecilla salpicadora, anunció su muerte. Quedó allí con los ojos abiertos. Aterrorizado. Gualdemar tomó un poco de aguardiente del chifle abandonado y comenzó lentamente a cubrir el cuerpo de Malén. Primero con ramas de Sarandí colorado. Para que lo cuidaran como lo hizo con él en el barrizal. Aquellas ramas flexibles de hojas pequeñas vestían unas florecillas amarillas en el arranque de cada vástago. Luego fue colocando puñados de arena y piedras y alguna que otra caracola abandonada por los Cuervillos de pico marfil que patrullaban la costa del bañado. También habiale puesto entre sus manos el collar de caracoles y dientes que portaba el cacique Guaraní. Para que todos supieran que Malén era de la raza Charrúa enemigos de los Caribes. Luego dejando tras de si a su hermano y los despojos del Cacique se alejo con pasos cansinos. Por debajo de los ramajes del bosque se colaban las comadres viejas y las ratas para alimentarse. Así dejo los campos del Yaguareté, por esto ya sería conocido para siempre como Gualdemar-Sarandi.
 
                                                  Capitulo 4
 
Guyunusa vivía su niñez como los demás niños. Entre juegos y cuentos de fogones. Felipa Micaela era su amiga y compinche en el corretaje por los montes. Para ellas había una fuerte atracción en hurgar por aquí y por allá. Las hazañas del Coya y Montevideo, así como las batallas en suelo oriental vinieron en boca de los hombres que se arrimaban a la toldería. Muchas familias permanecían cerca de la Villa de Soriano. Intercambiaban pescado y mulitas por azúcar, tabaco, sal y harina. A veces por alguna nidada de Ñandú Felipa y Guyunusa conseguían algunas prendas viejas y además un puñado de caramelos que compartían con el abuelo Gualdemar Sarandí. María Rosa -su madre-zurcía con tientitos finos el rústico ropaje de la familia. A veces lograban un faldón o una camisa desteñida, pero siempre eran mirados con desconfianza por los lugareños. A veces los Gurises les apedreaban como si fueran perros cimarrones. Entre las dos ayudaban al abuelo. Les gustaba mirar el trajín del viejo guerrero. Viejo que todos admiraban. En el lugar de sus dedos veían un par de muñones. Hablaban de la perdida de sus dos hermanos. A quienes lloró de esa manera. Mientras las viejas lloronas se arrancaban los cabellos con las manos y entonaban cantos lastimeros. El solo se cortó las falanges de sus dedos…Masticaba siempre su tabaco negro y por esos sus fuertes dientes se tornaban amarillos. A él se animo a preguntarle “del que nunca se rinde”- ¡Artigas es un hombre bueno!- le contestó. ¡Ingenuo, pero bueno! Es el que mejor nos ha tratado y hace bien tu padre de andar con él.
“Artigas” se llamaba “el que nunca se rinde”-pensaba Guyunusa. De él hablaban mujeres y viejos…Y estos decían que hablaban los Caraguatases, las aruareras y cada y cada lechuza que patrullaba en los caminos.
Cuando llegó el charque anunciando que del sur venían caballería y familia. Y que punteando iba “el que nunca se rinde,”todo fue nerviosismo en el campamento. Fueron al Paso Ministro a encontrarse pobladores y guerrilleros. Cuando llegaron vieron que aquello era una romería gigante. Había carretas y caballadas. Y el gentío se acomodaba debajo de los mataojos como podía. Algunos toldos guardaban enfermos y en ellos las mujeres se movían de un lado para otro improvisando enfermerías y tizanas. María Rosa ayudada por Gualdemar tendió la aripuca a una considerable distancia. Primero clavaron los varejones en el suelo y uno a uno colocó los cueros vacunos por encima. De unos ojales en el cuero estiraban tientos hacia unas estacas que la sujetaban al suelo en caso de ventisca. La puerta de ingreso era parte de un cuero de ciervo rodeado de varas de mimbres entrelazadas. Una pequeña y manta vieja haciale de cortina. Mientras trajinaban intentaban ver entre aquella multitud a Casupá-el compañero de Maria Rosa que desde el bautizo en el San Pedro de los Durazno no lo veía. Antes de que lo vieran aparecieron entre los árboles un grupo de jinetes. Llevaban arcos a media espalda, los torsos desnudos y coronas de plumas de colores en sus cabezas. El sudor en sus cuerpos atraía el mosquital y las moscas bravas. Esto y su algarabía denunciaban que venían de alguna correría. Los caballos espumaban en las verijas y en las paletas. Abrían sus fosas nasales buscando oxigenarse, dando fuertes resoplidos. Gualdemar-Sarandi se irguió con parsimonia acomodando la lanza contra un árbol. Uno de los hombres puso su caballo al paso y mirando al viejo tiró un gargajo impregnado de tabaco masticado. Tenía la mirada fiera y rencorosa. Sus ojos enjutos estaban impregnados de sangre. Gualdemar le mantuvo la mirada sin hablar. Los extraños hablaron entre si y a pocos pasos de allí clavaron sus estacas. Por fin apareció Casupá al tranco trayendo de las riendas a su caballo. Se le veia feliz. Traía un poco de yerba y charque y unos panales de buena miel. Guyunusa y Felipa se colgaron de sus fuertes brazos. Era un hombre esbelto de mirar sereno. Sus cabellos extremadamente negros caían raudamente sobre sus hombros. Los sujetaba con un cordón fino de cuero que surcaba su frente. El cobre de su piel contrastaba con sus ojos negros y las enormes pestañas que Maria Rosa comparaba con los juncos de la laguna. Tenía esa nariz ancha que denotaba su raza corredora. Y los labios carnosos pronto siempre para una sonrisa. Sonreía aún en las peleas. Y más cuando hacía enojar a su mujer con algunas de sus bromas. Mientras la pareja se saludaba restregando sus narices, las gurisas llevaron el zaino hacia el cañadón. Llevaron unos jarros para baldearle agua por las verijas y le acarreaban pastos verdes y frescos de debajo de los algarrobos. Avanzada estaba la primavera. Por las colinas subían los macachines, tornando de lamparones rosados o amarillos sus faldas. Durante el día la caravana avanzaba lentamente. Era una marea humana. Todo un pueblo. Casi bíblico. En las noches en cada uno de los fogones se hacían los cabildeos. Felipa y Micaela andaban con ganas de arrimarse al fogón “del que nunca se rinde”. Querían chusmear un poco. Se fueron metiendo entre las patas de los caballos que se encontraban maneados en las proximidades. Un tufo caliente de bosta y orina les hizo abrir las narices. El sonido de las guitarras y el tan-tan de los tambores alegraban la noche. En el fogón y de una “estrebe” colgaba una humilde olla. El General se hallaba sentado sobre unos cueros. Una docena de personas le rodeaban planteándole distintos asuntos. Tenía puesto un pantalón azul de uniforme de la caballería. Por encima llevaba un poncho marrón con listones claros. Tenía los pies descalzos y a su costado descansaban con desganos las botas de caña blanda. Al resplandor de las llamas se recortaba el rostro adusto. Afligidas líneas oscuras surcaban su frente amplia. Llevaba el cabello húmedo y bien recortado, como un marco noble de esos ojos que Guyunusa vio atentos a todo lo que pasaba o se discutía en la reunión. Los sables colgaban de los ganchos. Y las armas de fuego formaban el pabellón. Eso hacia que se redujeran los accidentes y además en caso de ataque estaban listas para ser tomadas. Algunos gauchos pasaban haciendo sonar sus rodajas. Con sus botas de potros, colgando del cinto sus taleros. Las voces se intercalaban con las risas roncas. Había algo de salvaje, de instintivo donde “el que nunca se rinde” era el centro. También se veían algunos morenos mateando al costado de la carreta que hacia de alacena. Uno de aquellos gauchos las vio escondidas y las tomo del cuello rápidamente. ¡Aijuna! ¿Qué andan haciendo ustedes por acá? Las gurisas comenzaron a patalear con pichones de “mapelau” “El que nunca se rinde” se ladeo atendiendo la situación con la mirada. Apuntando con el mate al hombre le dijo- ¿Qué pasa Julian?-¡Encontré unas chinitas Don José! ¿Un serán espías?-comento mientras que chispeaban sus ojos. ¡A ver tráelas para acá! Ambas niñas asustadas fueron llevadas a presencia del General Artigas. Se sentían prisioneras de guerra. Las piernas les temblaban y no podían enfrentar sus ojos. Además un perro cuzco les tarasconeaba los pies con su normal alharaca.- ¿Quién sos vos?- le preguntó a Felipa y esta le respondió prontamente. ¡Ah! ¡Sos hija del capitanejo Casiano! ¡Buen soldado! ¿Y vos? -le apunto con el mate a Guyunusa. Ella apenas pudo sacar algo gutural en el idioma prohibido. Le explico que era hija de Maria Rosa. ¡Cierto vos sos la hija de Casupá! ¡Nieta del Gualdemar –Sarandi el patriarca charrúa! ¿Quieren comer ¿-les preguntó con empatía. Y las dos negaron con la cabeza. Se retorcían los dedos de las manos nerviosas. Lo miraban a hurtadillas y no podían creer que estuvieran en presencia “del que nunca se rinde” ¡Y al final era un hombre solamente! –Ahí tenés Capitán esas gurisas son gauchas!-comento Artigas. ¡Dale unos caramelos pa que le lleven al abuelo de mi parte!¡Se lo mucho que le gustan!- Luego de esto siguió con sus asuntos. Las dos amigas se retiraron en silencio. Iban entusiasmadas revolviendo el tesoro envuelto en papel de estraza. No podían creer que habían podido hablar “con el que nunca se rinde”.
Así viajaron juntos pueblo y soldadesca. Iban todos tras los pasos de su conductor. Hambruna y enfermedades les acompañaban. Iban acosados por la guerrilla enemiga. Los esperaban en cada picada y en cada isleta de monte. Es que las tropas portuguesas temían el prestigio de Artigas. A aquella marcha insigne se le iba sumando más y más gente. Tras de aquellas pesadas carretas cubiertas con cueros iban caminando los vecinos. El grito del perrerío anunciaba la llegada de los nuevos. Algunas mujeres llorando llevaban a sus hijos en brazos. Así recién nacidos se lo ofrecían a Artigas. -¡Haga de ellos soldados!- le decían. ¡Era la entrega total! El grito de libertad venía desde los vientres. Una mujer con gran dominio del caballo irrumpió en el campamento. Era una mujer ya entrada en años. Los surcos de las arrugas le cruzaban el rostro que aún mostraba su esbeltez. Caracoleó su caballo frente al General. Le seguían dos mozos paisanos. La vieja traía una carabina atravesada a la espalda y un poncho arremangado en la cintura. Sobre el cabello atado portaba un sombrero compadre negro. Los capitanes intentaron detenerla, pero el General con solo un ademán le permitió pasar hacia él. Se apeó de un salto y de sopetón le habló.- ¡Le traje estos dos para que los haga hombres!¡Son los que me quedan!¡El mayor y mi marido cayer0n en las Piedras mi general!-él apenas alcanzó a balbucear:-¡Si vieja!-¡Bueno me voy porque dejé las vacas solas en las casas y los portugos garronean como perros! Sin agregar más se despidió de sus hijos y salió a revienta caballo del campamento. Los mozos comenzaron lentamente a desensillar los pingos. Artigas con una sonrisa en los labios-que parecía atenuar la situación-siguió atendiendo a sus oficiales. Algunos gauchos comenzaron a palmear los hombros de los recién llegados. Un tamborileo de troncos huecos y el metal de alguna trompeta anunciaban la llegada de los cazadores. Llegaban alegres los jinetes. Traían ñanduces recién boleadas y los caballos espumaban en las paletas y la verijas. Enseguida se hacían los aprestos para desplumarlas y adobar la carne fresca. Un grupito de gurises venían con sus sartas de bagres sapos y tarariras alardeando a campo traviesa. Alguna anguila se retorcía dentro de la bolsa de arpillera. Venían con sus piernas arremangadas cubiertas de barro y flechillas. Las caras coloradas de la exposición al sol y los cabellos pirinchudos de agua y líquenes de la cañada. En los fogones orientales entre mate y mate comenzaba a rasgar alguna que otra guitarra.
Guyunusa y Micaela no participaban de estos festejos. Andaban pegadas al viejo Gualdemar. Últimamente el viejo se había tornado un poco huraño. Eso si les gustaba fabricar los pequeños lazos para capturar perdices. Gualdemar era diestro en el manejo de los hilos de la crin de los caballos. Hacía pequeños lazos y luego los distribuían en las praderas pobladas de margaritas coloradas. En arcos de palo los iba colocando a un jémen del suelo. Creando falsos senderos que llevabarían al ave hacia él. Luego de haber colocado unos diez o quince arcos en forma de circulo, entre los tres comenzaban a trillar la pradera. Caminaban lentamente. Cada tanto el viejo charrúa imitaba el silbo de las perdices o de la martineta. Cuando alguna de ellas salía de su escondrijo. Felipa retiraba con primor los huevos. Mientras el viejo daba pequeños pasos arriando el ave hacia los lazos. Así lentamente la perdiz o la martineta iba directo a la trampa. Caminaban inquietas y cada tanto producían un pequeño silbo. Caminaban apresuradas pero sin volar. Intentaban engañar al abuelo mimetizándose con las plantas. Se metían por los senderos invisibles de los espartillales. El viejo astutamente apenas flexiona un hombro para que el ave tome el sentido contrario. Es un lenguaje corporalque la martineta interpreta y asi pacíficamente es conducida. Cuando ingresa debajo del arco los lazos de cerda se cierran en su cuello. El ave se asusta e intenta volar produciendo un plumerío. Para allí corre rápidamente Guyunusa desatándola y poniéndola en una bolsa de arpillera. Luego cuando regresan Gualdemar-Sarandi las coloca una a una enana jaula de mimbre. Las cubre con una bolsa dejándola en la oscuridad para ir amansándolas. Las aves van pelando de hierbas y gusanos el piso de la jaula. Y cuando ya no queda nada para rebuscarse entre las dos gurisas trasladan la pesada jaula a otro sitio para que se alimenten. Con Casupá también salían a hacer la carne. Previamente Gualdemar se encargaba de hacer conos de mimbres. Estos conos llevaban una tapa redonda que solo se abría hacia adentro. Casupá era un hombre enjuto y de brazos fuerte. Parecía no tener un gramo de grasa en su cuerpo. Llevaba orgulloso colgado de sus cabellos un par de plumas de águilas. Con un botón de tientos finos lo sujetaba a su cabeza. Estas elegantes plumas caían hacia sus hombros en sus días hogareños. En la lucha iban erguidas en su cabeza. También su lanza llevaba ensortijada el pendón del águila mora. Y era diestro en la pelea…sobre su ancha espalda llevaba como una cubierta un cuero de yaguareté. Yen su brazo izquierdo la cicatriz de su garra. Era bravo Casupá. Pero Guyunusa también veía es sus ojos el agua estancada del cachimbo. Transparente y buena. Con él salía a buscar las cuevas de Tatuces y Peludos. En los algarrobales o en las faldas de los cerros. Con una vara flexible Casupá testeaba el lugar. Es que a veces las cruceras se metían en aquellas cuevas esperando el pasaje de alguna víctima. Si se escuchaba algún ronquido es que aquella cueva estaba habitada por alguna mulita o un tatú. Allí procedían a colocar la trampa de mimbre. La parte fina del cono hacia fuera y la puerta trampa hacia adentro de la cueva. El armadillo al llegar la noche empuja con la cabeza la puerta redonda.Entra al cono y al querer salir la puerta se traba pues solo abre hacia adentro. Así el cascarudo queda atrapado. Varias de estas trampas eran colocadas en los montes. Cada uno de estos armadillos si no eran consumidos se truequeaban por alimentos u otras vituallas con los pueblerinos. La caravana se movía lentamente hacia el norte. Guyunusa y Felipa Micaelase encargaban de la transacción. Discutían en el dialecto cristiano la paga por el animal. Luego volvían contentas con sus frutos. Se los daban a María Rosa que encargaba de la cocina y de todo aquello que se colectaba. Traían algunos caramelos de miel para el Abuelo Gualdemar. Pues en el trueque ya sea por grasa o harina se le debía agregar esos dulces.
El grupo de Guaraníes siempre andaba al galope por las llanuras. Pasaban alardeando, portando algún que otro ciervo o ñandú. Se burlaban de la cacería de los Charrúas. Eran mozos elegantes y buenos jinetes. Cabalgaban en pelo, siempre al galope. Portaban vinchas coloridas y pulseras de cuero. Uno de ellos mostraba sobre el pecho un crucifijo de madera. Todos llevaban a media espalda sus chifles de cuerno de vaca. Las bolas no se le caían de la cintura y sus caballos no les hacían caso a las riendas. Solo obedecían al taloneo de aquellas piernas morrudas y al movimiento de los cuerpos. Como los demás indígenas eran verdaderos centauros. Y los equinos le respondían en todo fielmente. Casupá algunas veces les acompañaba en sus andanzas. Aunque era blanco muchas veces de sus bromas. Cuando había que hostigar a las tropas portuguesas se unían todos. Diestros en el arte del camuflaje pasaban horas escondidos en las malezas. Los caballos y perros cimarrones permanecían echados junto a ellos. Unos rumiaban algún pastito verde y los otros pastoreaban algún tábano o seguían con la vista el  oscilar de las moscas. Cuando divisaban el piquete de soldados con sus grandes rifles engarzados con bayonetas, armaban sus arcos y comenzaban a enviarles saetas voladoras por el aire. Un par de flechas cada uno y montaban rápidamente. No les daban tiempo a sus enemigos a contraatacar. Los soldados portugueses siempre disciplinados obedecían sus voces de mando de sus capitanes. Aunque cayera alguno herido era en vano perseguirlos. Mientras un grupo se movía a pie bien formados en cuadros, la caballería en secciones rondaba por las malezas. Llevaban un banderín colorido de la Provincia. En sus uniformes resaltaba los cueros blancos que le cruzaban el pecho. Los altos sombreros con sus viseras negras adornados con copetes de colores. A la corta distancia muchas veces podían divisar los rostros blanquecinos. Luego la humareda de los disparos y los tacos de los cartuchos inundaban de olor ocre de la pólvora. El caciquilla guaraní que comandaba el grupo de guerreros les encomendó capturar a un portugo con vida. Precisaban la información que les pudiera brindar un soldado prisionero. Para ello al llegar la avanzada portuguesa al bañado, ellos los distraerían. Mientras Casupá por la espalda lazaría a un soldado. Los guaraníes esperaban ser perseguidos por la caballería y Casupá secundado por dos compañeros arrastrarían al prisionero al campo oriental. Todo fue tal cual lo planeado por el caciquilla Pororó-pirá. Mientras una lluvia de flechas hendía el aire, Casupá arrastrándose en el barrizal iba con su lazo armado. Era un lazo fuerte del cuero del lomo de un toro pampa. Gualdemar lo había matado en un bajío del Averías. Luego de cuerearlo estaqueó el cuero con estacas. Casupá lo ayudo a talabertearlo con una maceta de coronilla y un pilón de piedra. Lo lonjearon con primor. Eligiendo las tiras del lomo para el lazo, el nudo y la presilla. Las demás lonjas iban para los arcos y las bolas. Algunos tientos para los rompes cabezas y baldes para el agua todo de cuero. Con una de las piernas hizo un gato para la yerba que siempre colgaba de la crin del caballo de Casupá. En un algarrobal se ataron los tientos de grandes piedras redondas como panes caseros, para curtirlos. Así estuvieron por días. El trenzado de tientos engrasados con aquella grasa amarillenta de un capibara, le llevó un mes al viejo.Los nudos y la presillafue la parte más difícil para Gualdemar-sarandí. Pero se dio maña, mucha maña eligiendo y haciendo los tientitos cada vez mas finos. A Casupá le gustaba ver la concentración del viejo poniendo la tira enganchada en un árbol. Luego la estiraba a la altura de su estómago y de ella con el cuchillo de silex iba sacando pequeñas virutas. Lentamente como algo sublime. Un dedo por debajo de la tira del cuero y el otro por encima sujetando el bisturí…
Allí estaba Casupá agazapado escuchando la fusilería y los gritos. Los ijares de los caballos elevaban sus ruidos característicos al ser taloneados con brusquedad. Se irguió suavemente en el barrizal y la paja mansa. La suerte estaba con él. Uno de los portugo alcanzado con una flecha en un hombro estaba allí cerca en cuclillas. Solo necesito desarrollar el lazo y acertarle en la armada al soldado herido. Tiró de él y lo vio volando al fusilero. Cayó a sus pies y lo miraba sorprendido. Venteó hacia la espesura buscando con los ojos desorbitados a sus compañeros. Casupá rápidamente lo aseguró de un mangaso y también oteo el monte buscando a los suyos con la caballada. Solo las ancas pudo divisar entre el follaje. Así corrió arrastrando al prisionero hacia el lagunón de aquél bañado. Las espátulas anidadas se espantaban y salían volando perdiendo algunas plumas rosadas en el aire. El grito de los chajaes y los teros se sentían a doquier. En el espejo de agua poblado de repollitos y yerba de la tararira aseguró al portugo contra el carrizal y los juncos. Parecían animales anidando y sus respiraciones se mezclaban. El portugués despedía un fuerte aroma de ginebra y tabaco. Y además el olor al miedo. Le quemaba las narices abiertas de Casupá. Llevaba el arco y un puñado de flechas aseguradas en sus espaldas. Pero no tenía lanza, debió sacrificarla por el lazo. Sus ojos divisaron la bayoneta del largo de un brazo que portaba en el cinto el prisionero. Era un hierro afilado y de doble sangría. Pensado para desangrar por dentro. Con ella en sus manos se sintió mas seguro. Apretó el encastre preparándose para la lucha. El hombre era de tez clara casi lampiño. Ambos yacían en el barro como una mezcla informe. Respiraban entrecortados. Eran dos figuras dantescas…
Permanecieron como hermanos en aquel barro caliente plagados de sanguijuelas. La punta de la bayoneta reposaba en la nuez de adán del joven prisionero. Casupá podía haberlo despenado fácilmente. Estas fueron las dudas cuando se vio rodeado por el piquete y la caballería. Los fusiles con sus filosas adargas le apuntaban al pecho. A sus espaldas los caballos chapoteaban el agua y resollaban como negándose a meterse en el bufadal. Las manos recias los empujaban en su dirección. Y él se hizo un ovillo intentando salir del cerco pero sintió un ardor en la espalda. Una mano gigante lo atrapó en el aire. Una mano que lo apretó contra el barro de la ciénaga. El disparo del mosquete le abrió una rosa en las paletas. El brazo derecho se le quedo sin fuerzas. Con la mano izquierda intentó tomar las riendas del caballo que pifiaba entre las pajas mansas. Su jinete le dio un chuzaso por la nuca que vertió un chijete de sangre colorada. La punta afilada recorrió sus huesos duros, sus vértebras y apareció en el medio de la espalda. Su piel cobriza se negaba a rasgarse. Y el indio cayó sin fuerzas. Los caballos caracoleaban salpicando barro y sangre. Iban espumando en las paletas y en las verijas. Los horneros y caserotes armaban alharacas bajo los molles. Y los enjambres de moscas bravas y tábanos eran el último reducto de su raza…
La vida cotidiana de aquella caravana era casi normal. Los grupos humanos se conciliaban de acuerdo a sus orígenes o preferencias. Había gauchos de aparcerías, citadinos, negros e indios. A ellos se les unían los soldados con sus distintivos. Guyunusa y Felipa no participaban de las cuestiones políticas. No sabían de realistas o republicanos. Para ellas primero estaban los juegos con el abuelo Gualdemar – Sarandí. Micaela Felipa era huérfana sus padres habían muerto en un encuentro con los españoles allá por la colonia. Ella quedó así de un lado para el otro. Era una niñita flaca de crenchas renegridas. Usaba un modesto vestido gris como única indumentaria. En su cabeza y como único sostén de sus cabellos tenía una vincha azul. Y en sus brazos torneados, casi viriles llevaba unos finos brazaletes de alambre. Atravesada a media espalda siempre llevaba colgada una pequeña cartera de cuero crudo donde juntaba todas sus pertenencias y a veces algún mendrugo de pan. Sus rasgos faciales denotaban la raza indígena. Y sus ojos vivaces hurgaban a quien se acercara a una vara de distancia. De andar felino casi subrepticio le servía para esconderse entre las matas o introducirse en cualquier campamento buscando algo que le sirviera. Así la encontraron Guyunusa y el abuelo Gualdemar –Sarandí. Intentando sustraer un pote de miel de la aripuca. Cuando se vio sorprendida optó por someterse esperando la reacción del viejo. Pero éste solo la tomó de un brazo y la condujo donde Maria Rosa. Cierto que María Rosa sabía de abandono. Le dio un plato de guiso y sin hablar se quedó allí. También los perros cimarrones que corrieron a olfatearle las piernas flacas la adoptaron. Viruta y Zorro eran los dos perros de Gualdemar. Los dos bocas negras de fuertes cuellos. De cuerpo fibrosos bajo aquel manto de pelo pardo. Bien podían enfrentar a un Yaguareté como trabajar con el ganado. Conocían las corneadas. En sus pelambres se veían los rayones de viejas peleas, como surcos blancos en el cuero. Pero cuando las gurisas les silbaban se ponía pura “fiesta”. Se tiraban en el pasto con las patas para arriba”como pidiendo agua”. Eso si por las noches ellos guardaban la aripuca. Eran los compañeros en el día que compinchaban con ellas en las cacerías. Gualdemar siempre tenía buen humor bajo aquella faz granítica. Un día las niñas vinieron a avisar un mangangasero. Conocían su miel y les encantaba. Pero la experiencia para sacarla la tenía el viejo Charrúa. Con los dedos y en su idioma natal Gualdemar –Sarandí les explicó que aquél nido de mangangás negros solo tenía once habitantes. Les mostraba tal numeración con una pequeña tarja que él tenía en el cinto.(a veces debía tener noción en sus trueques sobre ganancias y pérdidas). El les explicaba que si uno se sentaba cerca del hoyo de salida de los insectos, con una alpargata podía matarlos uno a uno. Hasta exterminarlos a todos. Luego aquel tesoro ruano y dulce sería de quien lo tomara con solo excavar un poco en la tierra. Con aquella consigna salieron al monte gurisas y perros. Guyunusa y Felipa se turnaron para matar con las alpargatas los mangangaes que se asomaban en la puerta del nido. Tenían varas afiladas para buscar el tesoro. Los perros con sus enormes lenguas afueras, babeaban todo atentos a lo que pasaba. Intuían que algo rico saldría de aquello. Cuando llegaron a once los insectos muertos pusieron la última raya en el suelo y largaron las chancletas. Ambas se voltearon para agarrar las chuzas afiladas para excavar. Los cimarrones con ganas de jugar les estorbaban. Además pensaban encontrar algún armadillo encuevado. Guyunusa se les impuso intentando ser severa. Y Felipa al ver que Viruta escarbaba en el suelo le asó de la cola. Fuen en eso cuando uno tras otros los Mangangases atacaron en tropel. Esto sorprendió a las niñas y también a los perros que fueron los primeros que salieron aullándo. Debajo de un Sauce sonreía el viejo Charrúa. Las gurisas y los perros pasaron cerca de él a la carrera rumbo al arroyo. Al rato vieron al Abuelo saboreando el manjar. Las gurisas y los perros con sorpresas lo miraban mientras chorreaba el agua por sus cuerpos…
 
 
 
 
CAPITULO 5 LA VENGANZA
 
Aquellos uniformes grises con ribetes colorados pasaban rápidamente. Aquellas botas con hebillas doradas le distraían la atención. Busco afirmar su visión en aquella nebulosa. Quería incorporarse pero algo helado le corría hasta la cintura. Poco a poco Casupá volvió a la realidad. Estaba prisionero. Un Teniente a su lado intentaba despertarlo, sacarlo del letargo. Sintió un ruido de latas y por la entrada de aquella tienda de campaña, apareció un soldado. Traía arremangada su camisa. Y los ojos llenos de furia. Desparramaba insultos en un lenguaje extraño. Llevaba unos finos bigotes debajo de una nariz insolente. El Teniente se replegó. Entonces el recién llegado impartió una serie de encargos y Casupá supo que su destino estaba contado. Apresuradamente el Teniente colocó un lazo por su cuello. Se dio cuenta que era su lazo. El de cuero trenzado del mismísimo Toro pampa. El que sacaron junto con Gualdemar –Sarandí. Pensó: “la presilla y el botón fue o que le dio mas trabajo”- no sintió cuando lo arrastraron hacía el árbol. Vio si que el paisaje pasaba antes sus ojos. La herida de la espalda le había afectado la médula ósea. Cuando estuvo frene al árbol notó que era un viejo Timbó. ¡Si el timbó da una buena sombra!-pensó. Ni siquiera sintió el cimbronazo de la cuerda en su cuello. Se quedó con los ojos abiertos mirando el cielo primaveral.
En la caravana de la “redota”- como la llamaban los paisanos- el movimiento era importante. Habían llegado delegados de otros pueblos. Algunos guitarreaban. Pero otros acarreaban bultos a la carpa principal. Babusa y Tero-tero se encontraban hablando amenamente con María Rosa. Extrañaban la presencia de casupá. Los Guraníes habían comentado que él había sido enviado al norte   llevando un correo. Los Chasques llegaban al galope de los distintos rincones. Las provincias reclamaban directivas de Artigas. El zaino de Casupá era un caballo de tiro largo y él era un buen jinete. Por unos días se tranquilizó, mientras la caravana penosamente se movía. Poco a poco se arrimaba al Salto.
A Guyunusa le gustaba mirar a aquellos enormes bueyes de paso cansino. Llevaban poco parque pero todo iba a paso de hombre. Iban arreando una punta de ganado cerril. Eran flacos y entecos, pero servían para alimentar las bocas. La marea humana se mueve lentamente, con parsimonia. A veces un sangrador o un arroyo les cortan el paso. Las carretas se empantanan hasta los ejes. Entonces se destripan cerros y se acarrean piedras para cimentar el suelo. Así como enjambres de hormigas laboriosas llevan vigas de algarrobos y arman calzadas que aguante en el paso de los vehículos y la gente. Luego picanean los bueyes a mansalva y una a una las carretas pasan. Se han marcado un derrotero y no hay nada que los detenga. Es el Éxodo del Pueblo Oriental.
Así lentamente se movían todos pero iba pie a guerra. Una carreta de aquellas tirada por dos bueyes se adentró en el arroyo. Iban bien encepados con un tablón grueso de ñandubay. Un mozo rubio los picaneaba tranqueando a su lado. Y encima del pescante iba una mujer joven con dos pequeños vestidos a la usanza europea. La carreta sin toldo iba repleta de enseres. Cuando están a un paso de vadear el arroyo una de las ruedas se zafa de los troncos aprisionados en el barro. La carreta cede, abdica de seguir. Los bueyes permanecen quietos. El mozo los azuza con la picana, pero ya no le hacen caso. Bufan espumando en las paletas. Gualdemar que viene por la picada pastoreando la retaguardia se arrima. El mozo entiende que Gualdemar puede ayudarlo cinchando con su caballo. Entonces saca de la carreta un lazo trenzado de ocho tientos para usarlo como cuarta. Lo ata al yugo de madera que apuntala la yunta de bueyes y se lo entrega en las manos al Charrúa. El viejo sopesa el lazo en sus manos. Observa el trenzado e inmediatamente lo envuelve en el cuello de su caballo. Talonea suavemente y el noble bruto comienza a tirar. Poco a poco se adelanta la yunta de bueyes. Tensan sus músculos y mueven las ruedas. Así la carreta con su carga sorteó el arroyo. Los gurises sentados en el buche del vehículo, saludan con alegría al pasar frente a Gualdemar. El mozo vuelve junto al indígena.-¿No se como pagarle amigo?- le dice-¿solo dígame como consiguió este lazo?- le dice en tono cansino el viejo-¿este lazo viejo?¿Ta pa remayar?-¡Se lo negocié al caciquejo Pororó-pirá!- le di una yunta de gallinas y una botella de ginebra amigo!-¿Cuánto?- preguntó el viejo- el mozuelo pensó: “estos aborígenes siempre andan negociando”. -¡Mire viejo se lo regalo!- El Charrúa parsimoniosamente tomó el lazo y lo comenzó a enrollar. Y así nomás sin decir nada se retiró del lugar. Así pensativo, sumido en sus pensamientos pasó la tarde. Guyunusa notó que algo no andaba bien con el abuelo. Se arrimó con precaución al viejo. Con la piedra rústica comenzó la rutina, buscando encender el fuego. Hacía girar la varita entre sus manos. Mientras hacía esto, podía examinar a gusto el rostro en aquella semi oscuridad. Sus cabellos renegridos, sus manos duras y aquel lazo que estaba remayando.-¡ Pero si es el lazo de…!- no alcanzó a terminar la frase, cuando el viejo puso un dedo en sus labios. Ella conocía bien al dueño de aquel trenzado. Algo fiero le había pasado a Casupá para que el lazo estuviera allí. Allí en las manos del Abuelo Gualdemar-sarandí.
El día vino con su vientecito primaveral. Ya calentaba más el sol en las praderas. El verano se hacía anunciar con las chicharras y las tarariras tornasoles sestean a flor de agua con un ojo abierto. Cuidan sus huevas depositadas en las cuevas de las barrancas. En aquellos días Gualdemar solía buscar afanosamente los colmenares de los troncos. Sabía que en los Franciscos Alvarez o en los Canelones había colmenas repletas de miel. Después de escurrir los paneles de miel en una escudilla, dejaba la cera en un costado. Luego vertía aquella miel en una olla con agua. Hacía un cálculo exacto. Una relación aproximada de cada diez litros de agua dos litros de miel. A este menjunje poníalo a hervir. Lo espumaba lentamente por varias horas. El conocía los aceleradores. Por eso cazó dos mulitas gordas. Le dio el encargo a Guyunusa, para que dentro de las cosas que truequeara, pidiera un poco de levadura. Cuando volvió la niña con la cara sonriente traía lo que el viejo le había pedido. Cuando la tuvo consigo, le echó una cucharadita al licor frío. Quería que destilara la mayor cantidad de alcohol. Bastante alcohol. No como lo hría para su paladar. Le gustaba dulzón como los caramelos. Lo dejó estacionar unos días escondido dentro de unas pajas al costado del arroyo. La caravana marchaba lentamente perseguida por miríadas de mosquitos y moscas bravas. Luego en un rejunte de porrones que Guyunusa hizo entre las carretas, los envasó. ¡Tenes que cambiar el vino Guyunusa!-le dijo a la gurisa. Esta lo miró atentamente. ¡Mira los Guaranises han tenido buena caza! ¡Ellos pueden cambiarnos por algo de carne fresca! ¿Qué te parece? La gurisa conocía bien al abuelo y aquel: “que te parece” decía mucho. Entrevía que había algo guardado por debajo de aquella laguna negra en lo que se había convertido el abuelo Gualdemar. Lo presentía…
Con su acostumbrada verborragia y encanto se fue al toldo de los guaraníes. Hizo la transacción-esquivando como siempre los manotazos-diez litros de hidromiel por un cuartos de  venado y varios huevos de ñandú. Aquella noche los guaranies se reían. Golpeaban troncos huecos y discutían. No hicieron caso cuando un miliciano fue y les habló por el bochinche que armaban. En general en aquella caravana se mantenía una rigurosa conducta. Pero era difícil lidira con gente alcoholizada. Al rato salieron al galope en la oscuridad gritando. El caciquilla Pororó-pirá se bamboleaba en su caballo. Tomó por un sangrador al tranco. Llevaba un porrón de ginebra en sus manos. Ni podía imaginar que un Yaguareté agazapado le seguía en la penumbra. ¡Si, era un animal que volvía a salir de su guarida! ¡Un animal herido que no tendría piedad!
El caciquilla se empinó el vino de miel y luego se fue resbalando hacía el suelo. El caballo obediente y acostumbrado comenzó a mordisquear los pastos. Él allí entre los patos se quedó dormido. De sus labios semi-abiertos se escababa un hilo de baba pegajosa. Las barras del día venían subiendo…Pirá fue despertando poco a poco. Tenía las piernas y los brazos entumecidos. Un enjambre de insectos parecía bailarle en el cerebro. Entre la nebulosa, vio el pajal y el espejo de agua de la laguna. Una parejita de junqueras revoleteaban cazando insectos en el aire. Estaba amarrado de pies y manos. Un tufillo a tabaco le golpeo la nariz. Cerca de él , sentado en cuclillas se hallaba Gualdemar –Sarandí. Tenía un pequeño pucho entre sus manos. Se dio cuenta que estaba prendido pues la braza parecía titilar aumentando en cada chupada del viejo. Se dio cuenta que estaba perdido, solo con mirar los ojos ausentes del viejo. Aún así intentó negociar. Mientras el viejo lo observaba comenzó a explicar que él no había participado de la muerte de Casupá. Lo habían ahorcado los Portugos por culpa de sus hermanos que lo habían dejado en la estacada en el bañado. Que a los días lo encontraron colgado con su lazo. Que él se lo retiro del cuello para llevárselo a la familia, pero en el camino lo había cambiado por comestibles. El viejo tomó la piedra tradicional con hoyuelo y comenzó a frotar la pequeña vara. Soplaba con parsimonia sobre las pequeñas virutas. Las manos toscas parecían herramientas de acero. Acero bronceado que se movían como un remolino. El caciquilla comenzó a temblar. Hablaba y hablaba en su idioma. Idioma que Gualdemar entendía perfectamente. Sabía así que aquel indio se encomendaba a su dios. A su Dios cristiano. Cuando las llamas comenzaron a consumir el pajal, también comenzaron a quemar la piel del guaraní. Era una piel inflamable. El viejo Charrúa le acompañó unos instantes. Quería sentir el olor de la carne quemada. La música del crepitar de las pajas. La llamarada de aquellos cabellos negros engrasados con sebo de yegua. Que ese disfrute de la muerte, le apaciguara el dolor. El contacto con el fuego movilizó violentamente al guaraní. Parecía un onza enjaulado. Y giraba sobre si dando volteretas. Su cuerpo explotaba en volcanes abiertos que azuzaban el fuego. Y allí donde las llamas hendían, se tensaban los poderosos músculos. Y los tendones parecían reventar como cuerdas de guitarras. Enormes nudos parecían debajo de la piel. En la cara aparecían muecas de terror y sufrimiento. En una de aquellas volteretas usando como pívot los pies, cayó dentro de una de las matas incendiadas.
Entonces Gualdemar se retiró al tranco del lugar. En la aripuca lo esperaba Guyunusa. Miraba el resplandor del incendio. Lo recibió con un vaso de agua fresquita del cachimbo. Ambos se miraban a los ojos. Había algo de comunicación muda entre ellos. Las preguntas iban y venían, sin encontrar repuestas. Guyunusa tomó por un senderito estrecho en el blanqueal, rumbo a la cañada. El viejo se fue quedando solo, vacío. Hurgó en el bendito con la mirada. Lo vio patente al Cristo arrodillado pidiendo con la mano la señal… ¡Cosas de Cristianos!-pensó. Se fue atrás de su nieta por el senderito. Contra una barranca de greda estaba ella,. Tenía el cuchillo de piedra en sus manos. Filoso el palometa. Caído junto a ella estaba el joven guaraní del rosario en el cuello. Los ojos del viejo descubrieron el botón con plumas de águila. Era el mismo que siempre portaba Casupá enredado en sus cabellos. Se notaba que el mozo se había quedado dormido en aquel charco de barro. Se miraron abuelo y nieta. La vena del cuello del traidor bombeaba sangre. La respiración se le hacía entrecortada. El cuchillo rozó la piel que goteó aquella sangre colorada, brillante. El mozo guaraní abrió los ojos sorprendido. Sus músculos entrenados se flexionaron prontos a atacar. Gualdemar –Sarandí sin miramientos le pegó un “mangazo”. ¡Vamos, déjalo que duerma!¡No te ensucies gurisa!- le dijo a la niña. Así lo dejaron durmiendo como mulita. Guyunusa se llevó el botón de cuero con plumas de águila. Cuando se la dio a Maria Rosa no hubo necesidad de explicar nada. El viejo se fue hacia el molino redondo y con rápido movimiento se cortó una falange de su dedo mayor.
 
 
CAPITULO 6- DE NIÑA A MUJER.
 
La “redota” recorrió suavemente la ruta marcada. Llegaron al salto y allí lucharon un mes contra la correntada para establecerse en el Ayuí. Pero Guyunusa y su familia se internaron en los montes. Las penurias se peleaban mejor así. Además los guaraníes andaban olfateando algo. Desconfiaban de ellos por la muerte de del caciquillo. En cada paso veían los ojos de ellos vigilantes. Y Arenguá los marcó mucho, se les hacía difícil la convivencia con los cristianos. La misma Purificación, allá contra el hervidero donde Guyunusa dio sus primeros pininos con la Iglesia se les hizo cuesta arriba. Es que se sentían desterrados de su propia tierra y de sus creencias. Siempre desconfiando de todo y de todos. La vida moderna los arrinconaba poco a poco. Babusa y Tero-tero eran oros de los que no lograban adaptarse a los cambios. Pero desde que fueron secuestrados allá en su África natal vivían en aquella vorágine de cambios. Iban todos juntos a la escuela católica. Llevaban años de paciencia para aceptar lo nuevo. Pero ellos no eran escuchados, ni les creían lo que contaban. Menos respetar sus tradiciones. Muy por el contrario se les castigaba por herejes. Solo en la noche junto al fogón y en silencio rendían culto a sus ancestros y a sus dioses.
De esta etapa quedan las mil y una que Guyunusa y Felipa le hicieran al Cura párroco. Desde robarle el vino de la mesa o ponerle algún animal en las celdas. Claro que las sabandijas se arengaban entre ellas para realizar tales fechorías. Esto hacía que no se sintieran culpables. Como cuando tomaron aquel zorrino por la cola antes que éste afirmara las manos en el piso. Así nomás se lo tiraron por la ventana del cuarto del párroco. Venía este recorriendo la parroquia improvisada con resto del maderamen de una barcaza. Como digo venía conversando por el portal con una de las damas patricias. Era una contribuyente y colaboradora. Fue al pasar junto a la puerta de su cuarto cuando sintió el golpeteo dentro del mismo. Abrió la puerta y se encontró de lleno con el animal enojado, que como demostración bélica golpeaba las manos en el suelo. Entonces el padre “pajarito” como le decían Guyunusa y Felipa, se quedó sorprendido. Cosa que fue fatal para la sotana que fue salpicada con aquel líquido corrosivo y oloroso. Salió de la iglesia a los saltos y a los gritos, seguido por su fiel dama patricia. Era un padre desbocado corriendo hacia el molino precario para mojarse y retirarse aquella vestimenta hedionda. La prenda quedó inservible tanto por el olor como por aquel ácido corrosivo que es la orina del zorrino. Lo peor fue que el Padre pajarito supo (no saben como) quienes eran los responsables. Aplicándoles un severo castigo previo a que un guardia rural le fuera a buscar a ambas. El Guardia les transportó sin consideración atravesando el caminito entre la ranchería a punta de bayoneta.
Cuando llegaron a presencia del cura pajarito éste sin mediar palabras les aplicó un castigo en las manos y en la espalda con una vara de mimbre. Previamente les había hecho arrodillar frente al Cristo aquel Dios piadoso crucificado en la cruz. A cada golpe Guyunusa miraba al crucificado de cuyas heridas manaba la sangre. No entendía si era tan piadoso por que permitía la golpiza…Desde aquel momento Guyunusa y Felipa odiaron al cura párroco de Purificación.
La adolescencia de ambas llegó cuando se encontraban acampadas en un recodo del río Uruguay aquel de los pájaros pintados.
María Rosa andaba enyuntada con un Minuano de carácter agradable. Era trabajador por lo menos se daba mañas para lograr comida y ropa. Se complicaba un poco cuando tomaba ginebra pero Maria Rosa sabía manejarlo. Babusa y Tero-tero ya tenían tres herederos que corrían por los médanos. Mientras el abuelo Gualdemar-Sarandí se pasaba el día cazando y pescando. No tenían noticias de los guaranies. El cuerpo de Guyunusa y el de Felipa comenzaron a cambiar. Se les encarozaron los pechos y sus cuerpos flacuchos comenzaron a tomar formas. Fue Babusa la que las introdujo en eso que las ponía inquietas. Eso novedoso que no comprendían. Les habló en la cañada mientras enjuagaban un atado de ropa. Guyunusa se quedó pensativa. Aunque los acontecimientos no le dejaron tiempo para analizar sus dudas. Estaban sufriendo un verano muy frío. El abuelo vagaba en el guigue de ceibo aguaitando a los carpinchos en el carrizal. María rosa masaba la poca harina que conseguía truequear.
Un día vinieron desde Salto un par de paisanos, anunciando que se iban al frente para luchar contra los portugos. Esto le trajo recuerdos. Sentimientos que aún vivían a flor de piel. Recordaba aún la muerte de casupá. Y así nomás se anotó. -¡Si me precisan voy!-le dijo.-¿Sabes manejar alguna arma vos?- le preguntó uno de los jóvenes.-¡el arco y el puñal! ¡Esos son mi especialidad!-le dijo de sopetón. El abuelo fue a decir algo, pero Guyunusa le puso un dedo en los labios. El comprendió, siempre la había comprendido. Felipa comenzó a llorar abrazada a María Rosa. Babusa se arrimó a ella y la tomó de la mano en silencio. Tero-tero le ofreció su caballo. Era un coloradito maturrango, pero bueno. Ella tendría unos catorce o quince años. Por sus venas la sangre indígena corría tortuosamente. Llevaba encima una sed difícil de aplacar. Todos estos años se había sentido un arbolito aprisionado entre las raíces de un higuerón. Y en su alma había sonidos nuevos. Parecídos a los que aprendiera con el cura pajarito. Con instrumentos de cuerdas desflecadas. Los portugos le debían. Mas de lo que le debían ellos al pulpero. Por eso se fue al tranco con esos nuevos compañeros rumbo al sur. No se despidió de maría Rosa. ¿Para qué? Sobre los guayabos dejó su boyero de pico blanco. Aquel pajarito que encontrara abandonado entre el chal-chal. ¡Ya remontaría vuelo!
Mientras caminaban al tranco espiaba a sus compañeros. Eran aindiados los dos. Agarró el cuchillo de cabo de guampa y se lo guardó debajo de la falda. Uno de aquellos jóvenes le contó que venían de las misiones. Se llamaba Benito. Tenía el gesto adusto y una barba naciente. Eso si sus ojos eran vivaces, pues no se le escapaban detalles y al hablar lo hacía mirando a los ojos. Guyunusa vio que sus manos eran fuertes. Acostumbradas al trajín del campo. Llevaba puesto un poncho de lana de vicuña negra y unas bombachas marrones atadas sobre las botas de potro. Se había arreglado para envolver los dedos con unos trapos. El otro compañero iba vestido en forma similar, pero su gesto era más sombrío. En la tarde acamparon en unas grotas. Cada uno armó su propio bendito para aguantar la noche. Ella luego armó con charamuscas y leña petiza un pequeño fuego para calentar el agua del mate. Encontrándose en esa situación se arrimó Benito. Así sin muchos rodeos comenzó a contarle su historia. Le contó que los realistas le habían matado a sus padres. Luego se enlistó en Entre Ríos, habiendo servido en Santa Fe a las órdenes del General Ramirez. Ella le ofreció el buche de ñandú y parsimoniosamente el mozo comenzó a armarse un cigarro. Como no obtenía muchas respuestas de Guyunusa le hizo algunas preguntas en idioma guaraní. Esto la envaró. Surgieron en ella los viejos rencores a flor de piel. Con fastidio junto las pobres cacharpas, apagó el fuego con el agua sobrante de la caldera y se metió al bendito. Benito quedó boquiabierto. No entendió la actitud de la muchacha. Vio las rosetas coloradas en su cara. El gesto bravo. Esa noche llovió a cántaros.
El día los encontró rodeando el fogón. El viento frío arriaba las nubes. Los horneros con sus alharacas se disputaban el terreno. Desde lejos venía el silbo de una martineta. Había poco para hacer diente. Costeando el sangrador apareció Guyunusa portando una mulita degollada. Sin emitir palabras se arrimó al fogón. Desparramó un poco de braserío debajo de la parrilla improvisada de varas de amarillo y allí colocó el armadillo con la cáscara para abajo. Así fue asando a aquél animal. Cuando estuvo pronto, sin envites los tres comenzaron a comer. Benito era hijo de una mujer guaraní y de un Alferez artiguista. Su padre le había contado de estas tierras. De las lomadas y de los cerros chatos. Se sentía federal y por eso murió luchando. Cuando cayó herido, se lo llevaron engrillado los realistas. Su mujer, -Clara- se les fue al humo para defender su hombre. Y un soldado, le había atravesado por la espalda diciendo: ¡Lambete india loca! Entonces su padre con las manos engrilladas lo atrapó del cuello. En esas circunstancias un lancero lo atravesó por la paleta. Pero Simón - así se llamaba el padre de Benito- se llevo con él la vida del asesino. Benito en la puerta de su casa vio toda la escena. Así quedó huérfano yendo de rancho en rancho. Lo mantenía el rencor. Solo eso.
Trabajó de peón en las estancias, así se fue formando. Aprendió todas las faenas del campo, a curar abichados metiéndole un palo en las heridas para retirar los grandes gusanos blancos de la mosca. Luego le taponaba con un poco de jabón y listo. Marcaba y tarjaba. También domo algún que otro potro. Les hacía la boca y los largaba cabresteando. Pero un día se encontró con el Indio Julían-su acompañante taciturno-y pudo más la aventura. Deseaba una revancha con los portugueses. Lo llamaba la sangre, le gritaba. ¡Eran alaridos de fiera!
El camino entre el monte cerrado era difícil. Los paisanos seguían al tranco. Cada tanto miraban hacía atrás. Curioseaban todo. Las aves, los animales montaraces y hasta los retoños de los árboles.
Julían era osco en el trato. Pero sus miradas incomodaban a la joven. Era un gaucho sin “roce” que veía en la mujer un desahogo al instinto, como un padrillo ante la yeguada. Sus ojos recorrían el cuerpo virgen. Los labios bien delineados en esa piel oliva. Adivinaba que debajo de aquel ponchito ruano había senos duros y erectos. Que la piel suave sería un interminable gozo. Aunque sabía lo que era una mujer india. Siempre salvajes y esquivas. Acostumbradas a la mano dura. No era malo Julían, pero se instaló en él el deseo.
En el arroyo negro los médanos parecen una mullida cama. Además el agua cristalina permite ver los peces circulando entre las hierbas acuáticas. Un Martín Pescador se hace una fiesta en cada picada. Zambulle en las quietas aguas y se retira con un luminoso chapoteo llevando en el pico alguna mojarra. Los sábalos en cardumen se acurrucan al pie de la barranca gredosa. Guyunusa afiló una vara de viraró y arremangada entro al arroyo con los pies desnudos. Benito sonriendo la miraba desde la barranca. Ella elegía el pez más grande. Parecía una enorme garza inmóvil ante la corriente. Un picotazo rápido y en la punta afilada de su chuza se retorcía su presa. L retroceder hacia la costa pisó una masa gredosa que se hallaba cubierta de la “lama verde” y resbalándose cayó de espalda. El agua estaba helada. El ruidaje atrajo la mirada de los dos paisanos. Claro que Benito ya advertía lo que realmente pasó. Y los hizo desternillarse de risa. Pero el gesto de la joven no presagiaba nada bueno y eso los hizo callar. Ella tenía el cabello empapado pegado en el rostro. Las cejas negras y brillantes se arqueaban y empequeñecían a sus ojos. Los labios empapados formaban una leve línea azulada. El ropaje liviano se pegó a su cuerpo insinuando la hembra. A la mujer fibrosa que representaba a una raza combativa. Corriendo se metió en el bendito. Luego los tres comieron en silencio.
El Ñacurutú es un ave curiosa. Con sus plumas bataraces ronda los campamentos. Canta entrada la noche e inquieta a los ratones que andan a la carrera por entre el ramerío.
El sueño atrapa los cansancios. El grillerío sacude las alas en el silencio. Cada tanto una anguila tira besos en la cañada y los sapitos inflan el buche para llamar a sus compañeras.
Guyunusa aún está despierta encima del pelego piensa. En un momento le pareció sentir que las pajas se inclinaban. No había viento. ¡Capaz es algún Aguará! ¿Un zorro buscando carnisa!-pensó- ella sabes que aquellos animales mastican y orinan hasta las guascas y las calderas. Por eso los paisanos no los quieren. Pero aquello viene directo al bendito. Toma el puñal que tiene debajo del jergón y espera. Un tirón en los tobillos la saca de sus pensamientos. Es una fuerte tenaza que la atrapa, que la arrastra afuera de su nido. Todo el pastizal húmedo la envuelve. Y unas manos en la oscuridad le aprietan los brazos. Un fuerte olor a tabaco la invade. Un cuerpo fibroso la recorre y la sujeta contra el suelo. Comienza así un sordo combate. Nadie habla. Solo se retuercen y pelean. Piensa en los guaraníes-salvajes y traicioneros-. Una mano le abre los ropajes. Y ante la palidez de la luna se muestra la piel desnuda y brillante. “¡Si pudiera puntearlo!”- piensa desesperadamente. Sus brazos se acalambran y siente el cuero de un a manea en sus muñecas. Una manea que como un alambre le cierne sus carnes y huesos. Un golpe repentino en el bajo mentón le inyecta un relámpago de dolor. Le parece sentir un gusto a sangre en su boca. La poca luna se desvanece ante sus ojos y cientos de luciérnagas vagan a su alrededor. Parece que a su lado pelñean los perros. Talvez cazaron alguna apereá y disputa esa poca comida-piensa-. Apenas en aquella penumbra divisa los bultos de los animales peleando. Al igual que los indios ellos no hacen ruido, solo emiten gruñidos sordos cuando luchan. Ella se abandona. Ya no siente ninguna presión en sus miembros y le duele la cabeza. El sueño la vence. ¡Además los perros siempre pelean! ¡Si la noche esta cada vez más oscura!
 
 
                                    CAPITULO 7   GUYUNUSA Y BENITO 
 
Las mañanas de agosto son luminosas, bonitas. La helada le da su manto blanco a las praderas. Los terus-terus cabecean y arman tremenda alharacas en los bajíos. Cuando se respira se siente el aire recorrer la nariz, la tráquea y girar en torno de los alvéolos pulmonares. El cuerpo todo se oxigena con aquel aire vivificante. Apenas el sol extiende sus rayos una yunta de carpinteros pardos sale de colecta por el algarrobal. Sus picos afilados a modo de tenedor-chaira golpean rítmicamente los troncos para así poner nervioso al gusano taladro que habita en la corteza dura. Es una deliciosa comida. Por otro lado los horneros arman su propia fiesta batiendo las alas y sacando pechos. Los venados siempre alertas mordisquean los pastos verdes que encuentran debajo de los árboles. Guyunusa abre con dolor los párpados. No encuentra asidero para sus manos. Todo el cuerpo le duele, como si le hubiese pasado una tropilla de baguales por encima. Allí junto al trafoguero se encuentra uno de sus compañeros mateando parsimoniosamente. Por la espalda ancha calcula que es Benito. En la treve de palos colorados se dora un Tatú. Aunque le duele cada músculo de su cuerpo se yergue. Cuando se agacha en el espejo de agua somnoliento ve su rostro morado. Quiere recordar y no puede. ¿Qué le pasó? ¿No era un sueño? Se lavo en silencio las heridas y como pudo arregló su ropaje desgarrado. Benito no sostenía la mirada. La ayudó a sentarse en el tronco de ceibo que oficiaba de banco. Se miraban sin dialogar. Sabía que el compartía su dolor, lo veía en sus ojos oscuros. Ella por fin preguntó: ¿Y el Julían?
¡No ta más! ¡Se jué!-le respondió Benito. Sintió un alivio inmenso. Como si acabara de dejar los monos en el suelo después de una larga caminata por las sierras. No había más nada que hablar. El día transcurría lento y hermoso. Era obra de alguien y ellos disfrutaban de esa naturaleza en silencio. Era la mera contemplación de una obra. Sin adjetivarla jamás.
Guyunusa fue poco a poco estudiando los rastros en su cuerpo. Tenía una mordedura en uno de sus senos. Un moretón en sus vientre y también amoratadas las partes internas de sus muslos. En sus piernas y tobillos había cáscaras de sangre seca. Poco a poco fue entendiendo y un rencor sordo le fue mordiendo el vientre.
 
La primavera los encontró por el arroyo Averías. Benito iba tranqueando en su moro. Atrás le seguía ella en su caballo con paso cansino. Había parlamentado con varias partidas que iban a juntarse con el general Rivera en el río negro. Don Frutos como le conocían. Pero esas partidas no querían tratar con los indios y menos si eran Charrúas. Benito logró algún acuerdo para conseguir algunos víveres. Hacía de matrero en las haciendas portuguesas. Por las vacas le daban alimentos. De los ejércitos conseguía ropa y otros enseres. En los días previos al Rincón le birló unas veinte pampas de las narices de los portugos. En la rinconada del Vizcaino pastaba la manada. Con aquel botín consiguió comida y bebidas. Y por el dato de los armamentos y número de portugos consiguió unos caramelos para Guyunusa y un poco de sal para el charque.
Se arrimó a donde se encontraba acampaba ella y le dejó los dulce encima de una piedra y se retiro prudente distancia. Guyunusa tomó uno y lo olió, luego lo puso en su boca. Hacía tiempo que no degustaba un caramelo. Después cuando la pava chilló borboteando, lo invitó a matear. Le gustaba el gesto serio de benito. La forma de hablar pausado. Ese tic nervioso de echarse el sombrero para atrás mientras revolvía el cabello con sus manos. Era la forma de avisarle que tenía algo que decirle. Ella hacía como que no le escuchaba. Y el demoraba en hablar. Aquella noche cuando ella alargó su mano con el mate el le preguntó de sopetón: ¿Por qué no le gusta hablar en Guraní?-le dijo el mozo expectante. Guyunusa buscó mirarlo de frente con parsimonia- ¡De los Guaraníes no me gusta ni el mate! ¡Son ventajeros y asesinos! ¡Pero!.....Fue a agregar Benito-¡Pero nada! ¡Ellos mataron a mi padre! ¡Lo traicionaron a Casupá! Su inteligible idioma prohibido se volvió casi un susurro- ¡Y yo no tuve el valor de vengarlo!...
Siguieron mateando en silencio. Benito recordaba a su madre. Siempre cuidándole y por las noches le cantaba canciones melancólicas con una voz suave y dulce.
Le hablaba en esas canciones de la tierra, y de os ríos. Poblaba su mente de pájaros y animales. Así se dormía él en su regazo. Era bonita su madre. Con su cabello renegrido y atado en la nuca con cintas multicolores. Recordaba sus ojos oscuros y brillantes en aquel ovalo de su cara. Si, Guyunusa se le asemejaba. Más cuando se quedaba ida…pensativa y entornaba esas pestañas largas…
La mañana la sorprendió. Le dolía el vientre y estaba un poco desganada. Pero igualmente salió a recorrer las trampas. Volvió con un Tatú. Lo abrió con el cuchillo de pedernal y lo lavó en la corriente del arroyo. El cascarudo estaba lustroso. Había salido tarde en la noche a comer. “Los tatuces gordos se cuidan”-pensó-. Una piedra haciendo sapitos en el agua la sorprendió. Inmediatamente se agazapó enroscada como un montés, mostrando los dientes afilados. Allá en el arenal Benito sonreía. Se levantó con el tatú en la mano y se fue para el fogón.
 
Las partidas pasaban cada tanto. Iban como montoneras atrás de sus caudillos. Guyunusa quería encontrarse con Andresito el fiero lancero de Artigas. Con él si se podían arreglar. Pero los días pasaban sin penas ni glorias. Miraba a Benito vistiando parado encima del lomo del caballo. Si se percataba de algún movimiento venía corriendo avisarle. Los dos cabildeaban y esperaban en la espesura del monte. Benito llegó un día trayendo una lechiguana. La paseo un poco tirada de un lazo para desparramar las avispas en la descampada. El panal del corazón fue para ella. Y a ella le gustó esa atención. Aquella noche tomaron mates juntos.
Los cambios vinieron rápidos. Los pequeños senos fueron tornándose más grande. Más redondos. Pugnaban por asomarse de sus pobres prendas. Mientras que su abdomen iba tomando una forma inusual. Solo por instinto supo que estaba embarazada y que allí dentro de su cuerpo latía una nueva vida. De sopetón se lo dijo a Benito. Como algo natural. Como deber ser. -¡Toy esperando un guacho!-él la miró sorprendido. Una pequeña chispa de luz corrió por sus ojos.-¡Ajá! –solo emitió esa interjección.
Esa mañana se pasó cortando paja del bañado. Limpió unos varejones y adentro del bosque los clavó. Había que armar un rancho más cómodo para esperar el gurí. Hatillo las matas de pajas con tiras de envira o vira-vira que había al costado del arroyo. Lo hizo con destreza. Comenzaba a la mañana, comía algo y seguía trabajando hasta la noche. Guyunusa lo miraba trajinar. Sudoroso, con el torso desnudo. Ella recorría las trampas y cocinaba para los dos. Cuando la pava de lata gorgojeaba los dos mateaban juntos. Como la estancia en ese lugar esperando la llegada del pinchón se les hacía para largo, comenzó a preparar recipientes. La tradición afluía constantemente. Comenzó a mezclar arcilla, amansándola. Le colocaba distintos antiplásticos, tiestos molidos, hierbas excremento de animales. Armaba rodetes del grosor de un dedo y los usaba para dar forma a los recipientes. Usaba agua y piedras para unirlos y pulirlos. Era una tarea paciente, entretenida. Así creaba pequeña ollas, vasos y platos. Luego con huesos de pescados lo decoraba, con puntos, guiones e incisiones. Después de oreados los quemaba en un horno rústico en el suelo arenoso. La leña negra encendida forjaban el crisol y de allí las piezas salían relucientes. A benito le encantaba ver aquellos dibujos impresos en los utensilios. Se extasiaba viéndola trabajar así concentrada en la labor. Ya en estas tareas con el barro o trenzando tientos para zurcir ropa. Ella poco a poco lo introdujo en las tradiciones Charrúas. Comenzó a enseñarle el idioma prohibido –Benito le había calado hondo- casi contra el tutano. Le mostraba como poner los labios para pronunciar aquellas palabras musicales que designaban cosas, lugares, ideas.
Tenía la paciencia de su raza. Sabía esperar, guardar largos silencios…Fue en una de esas clases-rodeados de naturaleza salvaje- que quedaron prendidos de los ojos. Él la beso suave. Disfrutándola. Mirándola. Recreándose es su rostro. Temía despertar Como el sediento al cachimbo cristalino que apaga esa sed. Fue el inicio. El rancho ya estaba terminado. La panza se agrandaba día a día. Había mucha ternura en sus caricias, como si quisiera borrar de su mente recuerdos…Sabía que esos recuerdos no eran como el barrizal del albardón-no se iban con un chapuzón en el arroyo- Representaban torturas, ciénagas. Uñas de gato en su carne, en su mente. Miles de anguilas y sanguijuelas trepándole por las noches. Succionándole la sangre, sus vísceras, los huesos. A veces se le hacían enormes bañados de cortaderas que le iban sangrando la piel.
Lacerándola con cortes imperceptibles…
Entonces por las noches él le hablaba con voces de la naturaleza. Le hacía los ronquidos de las Mulitas, el gruñido de las Comadrejas cuidando la nidada. O el ladrido hosco del Capibara al paso del hombre en la espesura. Ella reía. Él silbaba como el Boyero de pico blanco y plumas renegridas. Si, ese cuyo nido es una especie de media colgando de los árboles. Podía copiar los cincos cantos de las ranas. Unos llamando al apareamiento otros de agonía avisándoles a los demás que había un grave peligro. A veces en los días de lluvia solía divertirla imitando el andar coqueto del lagarto. Adelantaba un hombro y luego el otro, mientras sus miembros inferiores iban recreando el andar del reptil. Sacando cada tanto su lengua-la lengua bífida del lagarto- que explora el ambiente. La abrazaba entre sus fibrosos brazos mezcla de guayabo y algarrobo. Lisura y espina. Al recibirla a ella se transformaban en plumón de águila, que recibe a los polluelos del ave en el tapiz del nido. Cálido y abrigado. Benito había encontrado la llave para abrir aquella dura caparazón. Y así vivieron aquellos días de espera. Los días previos al alumbramiento
, Guyunusa realizó los preparativos. Lo haría a la forma tradicional se sentía pronta. Pues el líquido amníotico corría por sus piernas. Se fue al fondo de la aripúca. Tomó una rama fresca, llena de renuevos se arrayán oloroso. Triturándola un poco con sus afilados dientes la olió profundamente. Mientras, pujaba moviendo rítmicamente sus músculos abdominales. Masticaba cogollos de ceibo. Eso calmaba su sed. Benito hacía su vigilia junto a la hoguera, proveyendo de agua a la cazuela de barro. Sabía que ella lo llamaría solo cuando el niño ya hubiera nacido. Para ello ya tenía el agua pronta y un cobertor de lana fina. Era una hembra Charrúa. Quien llevaba impresa en su memoria la memoria ancestral del rito de la vida. Del nacimiento. Solo ella podría manejar ese momento. En que su piel se perlaba de sudor y sus dientes apretaban y destrozaban los cogollos del ceibo. Ese árbol indio. Benito sintió aquel lloro extraño. Conocía cada uno de los sonidos del monte, desde los grillos y las “caiporas” buscando aparearse hasta las chupadas de las anguilas. Pero aquel era algo estridente que le ponía nervioso. Pero también instintivamente sabía que había llegado el momento. Ella le llamó solo con una interjección. Y así la vio, pálida, sudorosa y radiante. Manejando con destreza al bebé ensangrentado y vivaracho que daba manotazos con sus manitas claras. Pese a que aún tenía los ojos cerrados buscaba afanosamente a su madre. Tenía el pelo renegrido y ensangrentado pegado a su mollera. Sus labios rosados y firmes debajo de una varicilla pequeña cuyas aletas se extendían explorando todo. Olía esos perfumes nuevos, olía al mundo. Enarcaba las cejas expresivamente. Y como apurado por algo comenzaba a batir manos y piernas aceleradamente. Benito Sonrío. Guyunusa entonces con las pocas fuerzas que le quedaban se lo ofreció así desnudo. Señalando el pequeño banquito de ceibo donde se encontraba el pequeño cuchillo de silex y dos tientitos finos de cuero de venado. De un jémen de largo. Le indico a Benito donde atar aquel cordón umbilical y donde cortar con el cuchillo. Así lo hizo. Luego le ordenó que se llevara los restos de la placenta a un lugar seguro y la enterrara debajo de algún árbol que no fuera Aruera. Al mirar, de reojo vio como Guyunusa apretaba él bebé contra su pecho. Era el momento de mamar. De aprender. Rezongó un poquito pero sus aletas se abrían olfateando el cuerpo sudoroso de su madre. Luego se prendió con sus labios haciendo gotear el pezón. Toda la luz en ellos. Benito se solazó al contemplarlos como algo irreal y sublime. Se sentía como un intruso. Un matrero merodeador de haciendas. Un ladrón. Algo que le corroía por dentro. Un celo inexplicable.
 
 
                               CAPITULO 8  VAIMACA-PERÚ
 
El país vibraba con los nuevos tiempos. El General Fructuoso Rivera había sido elegido presidente constitucional por la Asamblea General. El Uruguay no sería jamás una provincia…Rivera o Don Frutos como se le conocía, era un paisano entrador. Gran conocedor de los caminos, arroyos, ríos, pasos y quebradas. Era lo que se llama “un baqueano”. Con un brazo sableador de reconocida fama. Podía conversar con la gente del pueblo, el paisanaje y hasta con la propia indiada. Pero el Estado naciente llevaba colgada aún una cruz. Montevideo era uno de los principales puertos marítimos del Plata, por donde ingresaban como mercancía ristras de esclavos negros. Puerto a puerto, competía con Buenos Aires. Este tráfico daba buenos réditos a las arcas del incipiente Estado. Para el mismo Rivera era uno de sus principales ingresos. El Charrúa, junto con los Minuanes y otras tribus habían participado en las montoneras de Rivera. En aquellas filas de irregulares que sorprendieran a los ejércitos profesionales del primer mundo. Donde codo a codo peleaban hermanos, esposos y compadres. Mateaban juntos. Y en algunas oportunidades mientras uno cuidaba los caballos el otro combatía. Había una inexpugnable red de sentimientos, que les hacía luchar en una solidaridad que daba miedo a aquellos soldados venidos desde lejos. De noche guitarreada, mate y asado. A donde también estaba la presencia de la mujer. De día feroces montaraces y hábiles jinetes blandiendo lanzas o sables.
Pero cuando Rivera llegó a la Presidencia todo lo demás quedó en el pasado. Había muchos reclamos de inseguridad de parte de los Hacendados rurales. La campiña se encontraba devastada por los distintos enfrentamientos emancipadores. Sin comunicación, ni presencia del Estado. Y los grupos incididos de los ejércitos pululaban entre los montes. Además los límites territoriales no estaban bien delineados. Y en cada paraje se hacía sentir el poder de los líderes que levantaba con fuerza sus voces reclamando seguridad. Los malones iban de pueblo en pueblo haciendo tropelías y vejaciones. El Charrúa no se acostumbraba a la ciudad y vagaba en la campiña, en esa su tierra. Que Rivera sabía que le pertenecía. Las partidas del ejército salían cada tanto con órdenes de apresar a los malhechores. Las Tribus de Tupi-guaraníes, Minuanes, Chantes – timbres, Guaycurúes, Charrúas, entre otras parlamentaban buscando reclamar las Tierras que Artigas les había prometido. Mientras vagaban por todo el país. Había dicho: “Los más infelices serían los más privilegiados…” Pero, “el que nunca se rinde “ se había marchado dejándoles huérfanos. Por él podrían seguir luchando. Con solo agitarse una bandada de cuervillo en el bañado en señal de “rejunte”, habrían salido al llano. A coronar las lomas con sus plumas mas coloridas. Como trepan los butiases las sierras así hubieran estado, alegres e inhiestos. Aún recordaban en los fogones los entreveros con ejércitos, Españoles, Ingleses, Portugueses, y hasta con hombres del mismísimo Directorio Bonarense. Pero Don José se había marchado. Le acompañaron en su peregrinar al norte. Discutieron mucho en esa oportunidad. Pues la idea casi fue abandonar su tierra yendo tras sus pasos. Es que las pisadas de Artigas eran reconocidas al igual que la de su moro. Por más que él se esforzara en cubrirlas ellos podían seguirla. Podían saber que había comida en la mañana. Debajo de que higuerón había tirado sus cojinillos. O por que cruce había vadeado un bufadal. Le seguían como a un padre. Como lobeznos huérfanos. Sabían que si él volvía su mirada al monte los vería. Había aún esperanzas de convencerlo. Pero nadie se animaba a encararlo. Quizás Vaimaca pudiera. Si los jóvenes cazaran algunos armadillos gordos esos que salen tarde en la noche. Los que muestran su cáscara brillosa. Quizás con ese presente pudiera tentar un diálogo. Algo que diera pie a una conversación. De esas que a él le gustaba mate por medio, fuego y ginebra. Pero la cosa no se dio así. Algunas partidas aún lo hostigaban a Artigas. El que otrora fuera el jefe de los Orientales, El protector de los pueblos libres iba sorteando árboles espinudos. Herejes de alma, que no sabían con quien trataban. Él no tenía tiempo para dialogo iba apesumbrado, encismado en sus pensamientos. No se escuchaban los trinos de la guitarra de Ansina. Esa guitarra que el negro fiel hiciera con sus propias manos. Ni aquellas coplas elevadas en las noches de fogones contando las patriadas de él, su hermano José. 
Vaimaca –Perú era un cacique Charrúa. Se había formado en batallas con Artigas. La fiereza de su raza se había demostrado en Las Piedras. Era un hombre alto y fibroso. De tez oliva y melena cetrina. De ojos torvos en la pelea, luciendo en su cuerpo tatuajes como medallas. Más allá de la vincha y las plumas que detentaban su jerarquía, sus prendas eran simples. Pero su andar seguro y felino le hacía ganarse un lugar dentro de la soldadesca. Un lugar de respeto. En esa batalla se metió solo con su caballo dentro de las filas del ejército español, chuzando a diestras y siniestras. En un brazo la lanza en la otra el puñal. Manejaba el potro solo con las rodillas, y con las inclinaciones de su cuerpo. Lanceaba a uno como punteaba al otro. Las aletas de su nariz se abrían de par en par, absorbiendo el aire enrarecido de pólvora y sangre. Aquel endemoniado remolino hacía quebrar cualquier línea que se interpusiera. Las bocas de los fusiles le buscaban, pero el no permanecía quieto. Y las moras silbaban a su alrededor. Las bayonetas de doble sangría le hacían cortejo ansiosas de su carne. Solo la voz grave y paternal de Artigas podía calmarlo. De pie retando a los imperiales parecía un gato onza. De pelo encrespado y brillante sangre que le empapaba el cuerpo. Sangre tufienta y sudorosa. Y su tórax tomaba aire elevando su pecho, parecía un fuelle tomando y expulsando el aire. Mientras sus ojos hurgan al enemigo. Como mueca característica apenas abría su boca ayudando a sus fosas nasales a capturar el aire. En ese momento mostraba sus enormes y afilados dientes blancos. Que ni siquiera la práctica constante de mascar el tabaco de cuerda le manchaba. En su cuerpo desnudo los tajos iban formando arroyitos de sangre que a poco cuajaban quedando amontonada en la piel. Aún sobre su corona de cabellos negros permanecía inhiesta la pluma de águila mora. Al escuchar la voz de Artigas sus ojos destilando violencia se iban apagando como linterna en la noche clara. Sus músculos tensionados en la reyerta se iban aflojando lentamente…y se sumía en silencio. Como avergonzado.
Era casi el único que podía tutear al General. El era sencillo también. Y su ropaje era de paisano, de peón de campo. Bombacha y camisa y cinto adornado. Algunas veces colgaban de su cintura el gran invento Chonik: las tres marías. Bolas de piedras redondeadas y pulidas unidas por tientos trenzados. Tientos de cuero de potro que él mismo había matado en los cerrillos para alimentar a su familia. Sus botas de cuero aflojado con grasa de yegua, mostraba las puntas de los dedos estribadores. Y en la lid las llevaba atada fuertemente con tientos finos a la media pierna.
Como decía, fue imposible convencer “al que nunca se rinde”. Se fue solo hacia el norte seguido por algunos. El se volvió con los suyos a los montes. Pero sus vidas habían cambiado. Eran un pueblo huérfano. Errante. Los alimentos escaseaban. La tierra, los árboles y hasta los mismos aguaraguazúes tenían dueños. No podían entender como era posible que alguien dijera que podía ser dueño del Cardenal, del viguá, de los esteros, de aquellas tarariras que solían chulear en las siestas o del mismísimo arroyo…Como podían ser dueño del viento, o del sol o de la luna. Pues todo era de ellos y de quien pudiera tomarlo y disfrutarlo. Así en silencio vieron como se repartían las tierras entre los partidarios de uno u otro gobernante. Ellos sobraban.
 
Mientras tanto Babusa y Teru-teru con sus hijos, eran partidario de seguir a Vaimaca. Solos era imposible sobrevivir. Venían de una tierra extraña. Donde la familia era sumamente importante. Fueron al igual que estos indígenas desarraigados, e introducidos en otro mundo. Aún llevaban en su cuerpo y en su mente las huellas de captores. Laceados y lacerados para transportarlos en manadas a los barcos negreros. Separados de sus padres y hermanos. Despertaron un día en este espacio. Un lugar de suaves colinas y colores agradables. Donde el agua era algo cotidiano. Aquí un río, un arroyo o un sangrador. Un lugar aún casi virgen con un cielo bien claro. Y clima benigno, pero un lugar también convulsionado por luchas. Había que adaptarse a aquel cambio.
Les llegó noticia que el anciano Gualdemar –Sarandí y María Rosa junto con el minuano, con Felipa Micaela habían sido atrapados por una partida de militares. Ahora los llevaban engrillados. Vaimaca-Perú había aprendido mucho en sus campañas con los blancos. Aunque se le hacía muy difícil combatir, llevando consigo las familias con ellos. Por eso el campamento siempre estaba escondido en los albardones. Restringiendo el uso del fuego-se hacía solo con leña bien seca en horas del día, o en cuevas excavadas en el suelo. Hasta el niño más pequeño como si fueran perdices eran capaces de mimetizarse con el ambiente ante un silbo. Tenía un grupo de guerreros flechadores y un grupo de lanceros. Los caballos también estaban enseñados a echarse al suelo ante cualquier contingencia. Escondiéndose por horas en un pajal de los tantos que existen junto a los ríos. Él había sido nombrado Cacique en la guerra. Pero en la paz las órdenes las daba un concilio de ancianos. Senaqué también era un de ellos. Tenía habilidad para curar cualquier cosa y la ciencia para conocer las propiedades medicinales de los yuyos. Portaba el cinturón de medico con sus dibujos. Sabía como parar una hemorragia o como enderezar un hueso roto. También en el trato con los ejércitos había curioseado y aprendido a suturar una herida. Solo con mirar a los médicos de los militares. En una oportunidad que el perro cuzco de Babusa, olfateaba hurgando en los espartillales buscando una mulita. Fue mordido por una yarará-cuzú, en la frente casi junto al ojo izquierdo. Al momento de meter el hocico entre los pastos, el cuerpo escamado se elevó velozmente en el aire sorprendiendo al perro. Los dientes afilados y huecos, al hender la carne transfirieron el veneno de las bolsas. Al sentir aquel lancetazo, el can salió aullando hacia el rancho.
El veneno de este ofidio es fulminante, se trasmite a través del torrente sanguíneo como un rayo. En poco tiempo afecta el sistema nervioso. Paraliza músculos con enorme dolor que hace revolcarse con grandes temblores a la víctima. Babusa lo tomó llorando entre sus mansos. El cuzco agonizante fieramente mostraba sus colmillos. Así entre sus brazos se lo llevó corriendo a Senaqué. Éste sin mediar palabra, tomó un trozo de enredadera de Tas y pronunciando palabras en el idioma prohibido se la ató al cuello del animal. Así envuelto en trapos y vigilado por su dueña quedó el perro debajo de un higuerón. La cabeza comenzó a hincharse. Se notaba que el dolor era insoportable. Pasó la noche aullando. Estaba desfigurado. La piel de su rostro se estiraba al máximo como las cuerdas de un arpa. Al otro día la inflamación se había corrido hacia el cuello. Formando una bolsa que colgaba hacia el suelo flexiblemente. Senaqué seguía atendiéndole. En determinado momento, le realizó una incisión en aquella bolsa, con un afilado cuchillo de piedra. Así fue supurando por el orificio todo el líquido virulento. Hablaba el viejo el idioma antiguo, mientras ordeñaba aquella bolsa, y seguía enredando el Tas en el cuello del animal. Cinco días con sus noches sufrió el barbincho. Babusa y Teru-teru estaban contentos con Senaqué-el médico de Artigas-como le decían. Pues el también había acompañado en sus correrías “al que nunca se rinde” . Muchas veces había auxiliado a José con algunos de sus yuyos.
Ellos veían que poco a poco el perro iba cambiando el semblante. Los ojos se le ponían buenos. 
Los ojos volvían a  ser vivaces. Así poco rato andaba husmeando en la pradera atrás del rastro de un armadillo.
Como decía Don José era muy creyente de las medicinas de Senaqué. Marcela y Llantén eran dos de las hierbas que consumía en sus infusiones. Fruto de sus constantes cavilaciones sufría de malestares estomacales. Ansiedades y ardentías que ni los mismos facultativos del ejército podían calmar. Pero Senaqué tenía remedio para todo, por lo menos lo emparchaba un poco. Y sabía cuando el General tenía algunos de esos achaques. Ponía el rostro adusto y la mirada fija. Una punta de su cabello negro se le caía casi insolentemente sobre los ojos. Entonces Senaqué comenzaba a “sesear” como una yarará y a buscar algun que otro yuyo. Él le aceptaba el mate sin chistar-sabía que ahí estaba su remedio-y lo tomaba tranquilamente. Absorto, concentrado solo en eso. Podían llegar corriendo loe edecanes y chasques. Pero para él el mate era el mate. Era el único momento en que Ansina no le cebaba. El negro sabía que Don José necesitaba de esos remedios.
Vaimaca era un poco más remilgoso a la hora de tomar hierbas. Aunque eran más que hermanos, “uña y carne”. Mateaban juntos y peleaban hombros con hombros. Y las heridas que el Cacique lucía en la espalda y en el pecho, el mismo se las había “custoriado”. La más difícil fue cuando recibió una bala en el pecho. Quedó postrado Vaimaca con mucha sangre vertiendo. Al verlo caer en el entrevero lo primero que atinó a hacer fue sacarlo de la Troya. Como jaguar herido lo arrastró hacia unas pajas. Lo acomodó en el suelo y miró con atención aquella sangre que manaba. Conocía por el color o la forma de salir, la gravedad del asunto. Esa sangre era bien roja sin globitos manaba suavemente. Por lo tanto no había afectado arterias ni venas tampoco el pulmón. Eso si el proyectil se había incrustado muy próximo al corazón. Cerca de allí la fusilería seguía tronando. El humo picante le entraba por las narices. Y el hornaraje se enloquecía entre los algarrobales. Le desgarró los músculos y la carne y se alojó cerca de una costilla. El pecho como un fuelle se expandía tratando de absorber aire. Los labios se le iban resecando y miríadas de gotas brillantes le cubrían el rostro. Mientras que enjambres de mosquitos y moscas bravas le seguían intentando sustraerle sangre. Solo podía darle un poco de ginebra. Que el cacique bebió con ganas. Luego de eso con su rudimentario cuchillo comenzó a hurgarle la herida. Largo tiempo le costó encontrar el balín y sustraerlo. A todo esto Vaimaca estaba borracho, pronunciando palabras incoherentes en el idioma prohibido. Palabras que mencionaban a sus hermanos y a sus hijos. Luego de atarle a modo de venda una faja paraguaya lo arrastró por el bañado. Así como se arrastra un capivari, le ató un tiento de las manos y lo deslizó por la mugrera. Ya no importaba mucho para que lado se inclinaba la contienda. Solo quería afanosamente salvar a su hermano. Cerca de un arroyito armó el bendito con hojarasca. Cavó un cachimbo para obtener la más limpia de las aguas. Del humus comenzó a brotar el líquido fresco y transparente. La pus purulenta ha había comenzado a estirar los hilos blanquecinos. Se sintió un ruido por entre el ramaje. Y apareció una cabeza pequeña, de cabellera enmarañada. Portando una vincha azul, como resto de una ropa de un soldado. Senaqué la miró y sin mediar palabra le ordenó le trajera un poco de agua fresca. Improvisaron con un sombrero un recipiente.
. La niña juntaba el agua y se la arrimaba con prontitud. Su cabello renegrido y húmedo colgaba sobre sus hombros flacos. Sus pies eran protegidos por unas rústicas sandalias de cuero vacuno. Y su único adorno era aquel collar de caracolas marinas que enroscaba en su cuello de garza. Tenía ojos vivarachos pero tristes. Traía una melancolía de orfandad. Como los que no tienen hogar. Los que no tienen a donde ir. Aún así hacía todo lo que le indicaba el médico. Entre los dos cuidaron al cacique con esmero. El médico le daba pequeños sorbos de agua a su paciente en un cuenco de cerámica. Algunas veces le machacaba berro fresco del cañadón y se lo metía en la boca. Sabía las propiedades de cada una de aquellas plantas. Algunas veces eran cogollos de ceibo lo que calmaba la sed y el hambre del guerrero. Algunas tiras de picana de ñandú asada, lo masticaba ella y en bolitas se lo daba al cacique. Era como un fiambre salado y picante. Le daba color al semblante del indio. Y ella con sonrisa cantarina reía. Mientras Senaqué hacía un rejunte de frutas montaraces y huevos. No podían encender fuego. Y entre los dos calentaban el cuerpo del paciente. Así poco a poco se fue recuperando Vaimaca. Sus piernas morrudas de corredor se iban fortaleciendo. Recuperaba su natural flexibilidad, se tonificaban. Algunas veces se volteaba para desentumecer el cuerpo, y mostraba los nudos en la espalda. Las paletas anchas parecían hechas para toparse con los toros pampas. Había aprendido mucho en sus correrías. También se había golpeado. Era desconfiado por naturaleza y más en presencia de guaraníes. Venía desde sus ancestros, viejas rivalidades. Los soportaba solo por “el que nunca se rinde”, pero se sentía invadido. Compitiendo por su territorio. Sabía que en algún momento la lucha se plantearía entre ambas tribus. El Guaraní era partidario de alianzas con el invasor. Así habían estado primero con los españoles, luego con los ingleses ahora con los portugos. Y ellos solo estaban con los criollos para bien o para mal compartían un mismo destino. Ya habían retrocedido bastante vadeando el río de los pájaros pintados y arrinconándose con el plata. Ya no había a donde ir. Los timbales y las cornetas hacía tiempo que sonaban. Las viejas lloraban hijos idos y la muerte era su mas ferviente amiga. No había tiempo ni para honrar a los guerreros que caían. Y así quedaban sus cuerpos a merced de los perros cimarrones.
 Había discutido mucho por esto con Andresito y los otros caciques. No le gustaba ni siquiera portar la vestimenta de los hombres, prefería su propia desnudez. Aquellas corambres de ciervos a los lienzos. Su familia siempre sería Charrúa. Piadosos siempre con el herido y el prendido pero severos con el ladrón o el invasor.
Cuentan que en una oportunidad uno de los Guaycurúes que formaba la partida de Vaimaca, salió olfateando por la costanera del arroyo. Lo acompañaba una joven con su arco. Iban a pastorear venados. Los jóvenes remontaron el arroyo, luego comenzaron a caminar aguas abajo. Caminaban esquivando las uñas de gato y las lambedoras que laceraban la piel. Sus ojos mirando el suelo, buscaban cada indicio que les permitiera informarse sobre un venado. Acá las bolitas de los excrementos, allá los rayones en los tembetarís que arrancaban las tetas del tronco cada vez que el guampudo afilaba las cornamentas. Los machos usaban esos árboles o los guayabos para limpiar la pelusa y afilar. Otras veces en los blanquéales podían ver las pezuñas en puntas como un coqueto zapato de dama de salón, lo que le indicaba el tiempo de haber pasado y la dirección tomada por la manada. El cazador elegía un engrote a la salida de una isleta de monte. Buscaba que el viento le diera siempre en la cara. Si los jóvenes hacían bien su trabajo, caminando lentamente y algunas veces solo quedándose como estatuas. Los animales caminarían sin sobresaltos hacia la emboscada. El Guaycurú tenía pronto el arco que sobrepasaba su tamaño. Era de buen algarrobo labrado y con tiento de vena de ñandú. Sus flechas cortas de madera pesada con un pedernal afilado en la punta con forma de aleta de pescado. Una forma característica de los Arawak y que significará un adelanto en el arte de la caza. Le daba dirección y velocidad, esta punta en continuo giro cortaba el cuero y penetraba en la carne como una lezna. En su parte posterior llevaba una pluma recortada para balancear el disparo. Pluma de alcón macho. A poco de esperar sintió el leve murmullo que denunciaba la presencia de un grupo de guazubirás. Venían inquietos con sus pequeños cuernos de menos de un jemen de largo preparado. Son mas petizos que los venados por eso se escurren por las espadañas y colas de zorros. Achatan sus cuerpos cuando la plantas son bajas. Pero son muy curiosos, y eso el Guaycurú lo saben. A veces se quedan embobados mirando a los hombres. Cuando fueron a pasar a una veintena de pasos, tensó el arco. Dio dos pequeños golpecitos a sus dientes y esperó. Uno de aquellos animales se detuvo. Sobresalía entre las hembras. Aquel macho lucia con prestancia el pelambre pardo y brillante. Podía divisar la leve línea oscura que recorría su columna vertebral. En ese instante el animal curioso se paró y miró hacia donde escuchó el sonido. Sus ojos negros de enorme pestañas hurgaron entre el ramaje. En ese momento la saeta se desprendió del arco que emitió un seco sonido. Fue elegante el salto del animal herido, como si quisiera mostrar una última acrobacia. Un alarde final a su esplendor. La punta del pedernal que ingresara por su pecho le destrozó el corazón. Al caer sobre las matas de espartillo ya estaba muerto. El Guaycurú salió de la espesura, tomó al guazubirá de las patas y así sin miramientos lo depositó en una horqueta de un coronilla. Allí quedaría a la sombra y guarecido de los zorros guarás que solían sustraerle la caza.
Ahora él avanzaría por dentro del monte par a hacer una encerrona a la mana de los guazu-biras…
En el campamento fu todo un revuelo cuando regresó la partida de caza. Uno de los animales cazado y desviscerado había sido robado del lugar donde se dejara. No había huellas de gatos montés ni de zorros. Estos últimos al hacer alguna de sus diabluras mordisquean algún “enser” que queda y dejan sus excrementos y orina por doquier. Mientras los gatos dejarían el rastro por el ramaje. Y allí no encontraron nada. Los ojos agudos analizaban cada brizna de hierba en el entorno del árbol usado como alacena. Y todos los ojos coincidieron en un joven charrúa que había merodeado la partida. Sus huellas pequeñas se habían visto en el lodazal. Vaimaca se unió a la discusión que se agigantaba a medida que se sumaban, viejos, mujeres, gurises y perros…El guaycurú estaba fuera de si con el puñal en la mano. Al aparecer la enorme figura de Vaimaca –Perú su ímpetu comenzó a aplacarse. Sus ojos taladraban el suelo. El prestigio ganado en la batalla por Vaimaca era grande. Era un jefe de jefes en la guerra. Un hombre tranquilo y apacible al hablar. Como el agua del arroyo grande, que casi no pestañea pero que muy por debajo corre como un cabalo desbocado. Sin mediar palabra el cacique miró al acusado a los ojos. Este era un mozo de unos dieciocho años aún afloraban en sus rostro los granos pubertales. Vaimaca lo conocía bien. Era hijo de Ña Delmira y el Montes. Le sabía en amoríos con una Minuana. De tanto en tanto se perdían en los albardones u en las grotas. Cuando quedó gaucho fue criado por una hermana de Vaimaca. Sabía cazar, pescar y pelear. Como digo sin decir nada, le tomó las dos manos y se las llevó a la nariz. Una olfateada larga, como para que aquellos que presenciaran no tuvieran duda. Y así sin decir: “ agua va” sacó de su cintura las bolas y le dio un par de golpes al joven Charrúa que quedó en el suelo tendido para lamentos de las viejas. Hecho esto se fue a sentar en un banco de cadera de vaca a tomar unos mates. Esta vez tomó solo aquellos mates de yerba amarga….
 
 
 
                                                CAPITULO 9
 
Era extensa y rica en hacienda la Estancia de Francisco Martinez Haedo. Luciendo una marca trébol en las paletas el ganado ovino pastaba. El monte de parque protegía buenas praderas. Aquel ganado cerril muchas veces debía ser sacado de adentro de los albardones y conducidos a las mangas de piedra de la estancia. Piedras que se arrancaban de las entrañas de los cerros, a punta de barretas. Se armaban cercos para separar los rodeos. Las carretas con las diferentes cuadrillas trillaban los montes llevando los enseres: herramientas, útiles de cocina, charque y estreve. En una de estas comparsas agarró volada Benito. Para encontrarse con Guyunusa hacía cinco leguas a caballo. Vivían junto a una laguna del averías. En ella se paseaban las espátulas y garzas moras. El gurí ya andaba de carreras con un barbincho marrón. En honor a aquel que le había criado como a una hija Guyunusa le puso de nombre: Casupá. Ya había aprendido a bolear charabones, colectar huevos en la laguna y a pararse frente a las mulitas conteniendo la respiración. El armadillo sigue su rumbo pues solo ve hacia delante y llega a casi chocar los pies del indiecito. Así, éste lo puede atrapar fácilmente, tomándolo por la cáscara y no resultar arañado. Cuando volvía de la laguna lo hacía lleno de sanguijuelas en sus pantorrillas flacas. Era un niño fuerte de piel oliva como su madre. Tenía los ojos almendrados enmarcados en cejas enjutas y pobladas. Pómulos salientes y nariz ancha de caminador de largo aliento. Sus pupilas renegridas enfocaban con atención todo aquello que a él le interesara. Desde el el vuelo de un chorlito pampeano hasta el movimiento de una culebra esmeralda que se contornea por entre los árboles. Mientras, Guyunusa había ganado en gracilidad y belleza. La lejana maternidad le dejó unos senos redondos y exuberantes. Una cintura fina como si fuera un ánfora española. De caderas amplias y cimbreantes. Mientras sus brazos y piernas se habían torneados al ejercicio de la fagina diaria. La luminosidad de su rostro decía que atrás habían quedado los tiempos viejos. Se habían suavizado sus facciones y la boca relajada simpre estaba pronta para una sonrisa. O una risa ruidosa con la cual mostraba sus grandes dientes blancos. Cubría su cuerpo con alguna manta fina o un quillapí de gran colorido. A Benito le gustaba verla así. Bonita y feliz. Y aquel gesto de morder tenuemente su labio inferior cuando pensaba en hacer alguna artería. O la mirada ardiente de sus ojos que encendían candiles por las noches. El gesto aquel de tragar saliva para no jadear y no sobresaltar al niño por las noches.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
                                               
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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